Susan Sontag hablaba de la necesidad que tenemos de tomarnos fotos en lugares por los que pasamos para guardarlas luego como trofeos. Es como decir “yo estuve aquí, que no les quede la menor duda”. Me impactan dos extremos. Una preciosa niña afroamericana posa delante del impactante cuadro de Jackson Pollock en el MOMA. Su padre la retrata. Claro, importa más su pequeña que el impresionismo abstracto de Pollock, que funge de telón.
En otra, una pareja elije un grafiti callejero donde un hombre enseña glorioso con una mano la cabeza decapitada de su enemigo y con la otra la espada que acaba de usar. Es un escenario tétrico, violento, guerrero. Ella sonríe a la cámara como si estuviera en un estimulante paisaje.
No es fácil escoger imágenes de un lugar donde se ha radicado varios años. Es mucho lo mirado, lo vivido. ¿Cuál la selección más justa, la más precisa? ¿Qué negativos -de los cientos tomados- dibujan mejor el lugar, el momento? Limitada y arbitraria, toda selección es un recorte de una realidad infinitamente mayor.
Abriendo la caja de los recuerdos, me detengo en aquella foto donde un activista reparte panfletos en una marcha callejera. Se trata de una manifestación de protesta por la muerte de una migrante ilegal africana en manos de la policía. Los afiches dicen: “todos nacemos sin papeles”; “no somos peligrosos, estamos en peligro”. El hombre que regala un pequeño periódico recuerda la imagen del anarquista militante: boina, bigote, pañuelo y lentes. Es un perfecto personaje que podría ilustrar la canción “Los anarquistas” de Leo Ferré. Cierto, la solidaridad belga fluye.
Pero la gente también toma las calles por otras razones. Ahora les toca a sus propios problemas. Son los meses en los que es descubierta una red de pedofilia que fue responsable de la muerte de dos niñas luego de una espeluznante agonía. La indignación inunda las avenidas de Bruselas en la denominada Marcha Blanca. Flamencos y walones se unen, como nunca, con un solo sentimiento de impotencia. Entre el millón de personas en las avenidas, me quedo con tres mujeres que desconfiadas del vecino y protegiendo su cartera, vencieron sus miedos y salieron a protestar, acaso por primera vez.
También en Bruselas, un tiempo más tarde, les toca el turno a los latinoamericanos. El exdictador chileno Augusto Pinochet es atrapado en Inglaterra y se especula sobre la posibilidad de que se le siga un juicio internacional. Las esperanzas de los cientos de migrantes del continente que vivieron las atrocidades de la dictadura –las dictaduras- se pronuncian por toda Europa para evitar que el dictador vuelva a Chile, sabiendo que la justicia en ese país estaba controlada por las viejas estructuras del poder. La pancarta que se levanta enuncia en una noche fría dice: “Pinochet: asesino. Gobierno chileno: cómplice”.
Y entre tanto, fuera de los grandes momentos épicos cuando la gente se pronuncia colectivamente en calles y plazas, está la vida cotidiana, aquella que transcurre pasiva e intensa. Veo un niño en el mercado que lee “los pitufos” entre cajas de banana. Una bella fotógrafa que se trepa en una parada de autobús para captar la mejor toma. Un grupo de viajeros urbanos con cierto aire nostálgico que esperan la llegada del trolebús. Un matrimonio que posa en plena Grand Place inmortalizando, al menos en la imagen, su unión.
También detengo mi mirada en objetos. Un extraño jeep militar viejo, seguramente utilizado por última vez en la Segunda Guerra Mundial. Una estación de servicio antigua perdida en algún pequeño pueblo. Una bolsa de panes enormes con un letrero: “productos turcos, griegos, italianos, marroquíes”. La señalización de carretera en medio del bosque. Unas maniquís atrapadas tras las rejas de una vitrina que nos recuerda por qué Juan Manuel Serrat cuenta la historia de un buen hombre que se enamoró hasta la locura de una de ellas.
De tantas imágenes, quizás las que más me convocan son un grafiti en Lovaina la Nueva que se pronuncia: “Subcomandante, LLN va contigo. ¡Viva el EZLN!”, y aquella en la que una pareja de adultos mayores pasea su pequeño perro; dan la espalda al fotógrafo, caminan de la mano, hacia el infinito que se hace más borroso diluyéndose en el fondo del camino.
Volver a recorrer las imágenes de Bélgica me recuerda a Rufino Tamayo: “hay que mirar, explorar, descubrir… y volver a mirar”
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).
Cuando renté mi departamento en París, en el distrito 18 cerca de Montmartre hace año y medio, miré con agrado la ventana que daba al pequeño balcón. Desde ahí, a la derecha, lucía el Sagrado Corazón, además de que podía fisgonear a los vecinos.
Cada estación aproveché el balcón de distintas maneras. En verano para refrescarse, en otoño disfrutar de los atardeceres, en primavera respirar el aire nuevo, y hasta en invierno, aunque sólo por unos minutos, para sentir el contraste y eventualmente tocar algún copo de nieve o una bolita de granizo. La crisis del Covid-19, luego de la instrucción de quedarse en casa, cambió la relación con mi espacio inmediato. Mi universo de reposo y de trabajo, devino en uno solo: se fusionó mi vida personal y profesional. Normalmente cada rol social tiene un espacio: soy papá y marido en el hogar, profesor en la universidad, investigador en las entrevistas y bibliotecas, escritor en los cafés, fotógrafo en las calles. Repentinamente, en mi departamento de 55 metros cuadrados típicamente parisino, con cinco habitantes, concentró la densidad de mis funciones. Ahora en un cuarto juego el rol de padre, en otro de esposo, en el siguiente de hijo, en el próximo de sociólogo-investigador-escritor.
Lo que creo haber logrado mejor fue mi desafío de fotografiar al interior del hogar. Soy un fotógrafo-narrador-sociólogo, normalmente vivo prendido de mi Leica y no vuelvo a casa sin alguna toma nueva. ¿Cómo hacer si no salgo más? Decidí esforzarme en “mirarse para adentro” -retomando al gran Silvio- y me di un tiempo, cámara en mano, para recorrer los espacios íntimos de mi hábitat primario. Busqué formas en la cocina, en el baño, en las ventanas, en los objetos cotidianos que a menudo no les damos importancia. Encontré sombras, fierros, diálogos, profundidades, tonos de gris y con todo eso armé una serie de imágenes que titulé “Postales del encierro”. Fue otra manera de mirar, caminar y descubrir otros rostros del entorno inmediato.
En ese mi tránsito-búsqueda por los rincones que habito, re-descubrí el balcón. El encierro coincidió con la primavera en París, así que he podido salir a disfrutar de otro modo. A las ocho de la noche, una buena parte de quienes vivimos en esta ciudad aplaudimos desde las ventanas para enviar un mensaje de solidaridad a quienes batallan contra el virus en todos los frentes.
He descubierto nuevas cosas. La chica que vive al lado, a quien no crucé nunca, sale con un poco de retraso y sin mucho interés; su mirada es triste, me contaron que perdió al novio en un accidente hace unos años, tiene dos gatos, por eso la curiosa red de su terraza. En los dos pisos de abajo hay dos parejas que aplauden con esmero, se quedan luego a platicar, con un vino en la mano, sobre sus actividades del día. En el edificio del frente hay una señora sola, es mayor, llega al balcón con puntualidad y aplaude sin una sonrisa, en cuanto pasa el minuto establecido, cierra su ventana. Lo propio la chica de abajo, sólo que es más joven. Cruzando la avenida hay una agradable mujer de entrada edad que palmea sola y saluda en la distancia con los dos brazos abiertos. Mientras todos aplaudimos, por algún lugar que no puedo ver, alguien toca trompeta, otros meten bulla con latas y cacerolas, unos más gritan y silban. Es un pequeño gesto colectivo cargado de emotividad
El balcón se ha convertido en mi puerta al mundo, una manera de sentirme parte de una comunidad amenazada y en resistencia, una oportunidad para saludar a aquellos con quienes convivo y que no conozco. Uno de los saldos de esta pandemia es descubrir otras formas de la vida social, y revalorizar los pequeños espacios. José Martí nos recordó que toda la gloria cabe en un grano de maíz. Hoy sabemos que el balcón es un universo inexplorado, infinito, prometedor; una fuente para la nueva sociabilidad y la creatividad.
Unas semanas antes, me entero leyendo La Jornada de que el “artista de la calle” Banksy estará en Nueva York en octubre del 2013. De acuerdo a su trasgresor estilo, se trata de hacer grafitis o instalaciones sorpresivamente, dejando un contundente mensaje sin rastro del autor. Como el subcomandante Marcos en Chiapas, Bansky no firma su obra, oculta su rostro pero todos saben quién es. En algún momento aparece una pared con un dibujo suyo, lo que es reportado al día siguiente por todos los periódicos, desde el prestigioso e influyente New York Times hasta el que regalan en la salida del metro. Con el slogan “Mejor afuera que adentro”, Banksy recorre las mismas calles por las que paseo. Me entero por su página de internet de una satírica y provocadora iniciativa: en una de las principales calles del Central Park, instala una mesa portátil de plástico al lado de vendedores de imágenes turísticas de Nueva York. En ella, ayudado por mamparas baratas, exhibe una serie de sus cuadros, todos pintados con spray y en blanco y negro. El título que los presenta es simple: “Spray art”. Cada pieza cuesta 60 dólares. Entre las once de la mañana y las tres de la tarde, casi nadie se detiene. A las tres y media, una mujer compra un pequeño cuadro para su hijo negociando el 50% de descuento, lo guarda en una bolsa de mercado. A las cuatro, un turista adquiere dos más. A las cinco y media una persona de Chicago compra cuatro para decorar su cuarto. A las seis de la tarde, se desmonta el negocio con 420 dólares como ganancia del día. En el video de dos minutos que el artista sube a su página, remarca que esa fue una venta especial, no se repetirá. Las paradojas de la ciudad: a unas cuadras del Museo de Arte Moderno (MoMA), uno de los más importantes en su género en el mundo, Banksy expone su obra en la calle al mismo precio que cualquier cuadro para turistas que abundan en Nueva York. Nadie se detiene, no lo reconocen. El artista, con aerosol en la mano y desde las esquinas, critica así la división entre lo legítimo y lo ilegítimo en el mundo del arte, cuestiona los mecanismos de consagración de una obra que inicia en la calle para luego pasar a la galería con todos los galardones de las instancias oficiales. Y cosas de la ida: ese día estuve cerca –fui a ver a una exposición de Magritte en el MoMA…–, pero para mi descargo, no pasé por el Central Park donde el artista vendía sus cuadros. Una grata sorpresa llega días más tarde. Mi esposa me dice que vio un grafiti de Banksy en una calle cerca de la casa, me entero que lo pintó el día anterior. Quiero salir pero ya es de noche, tengo que esperar a que amanezca. Dejando a mis hijas en la escuela, voy a Broadway y la calle 79, y ahí está. Se trata de un juego –como siempre en él– entre lo que hay y lo que añade: La pared es de ladrillo blanco y tiene una pila roja de agua para incendios (como hay miles en la ciudad). Arriba una serie de anuncios sobre su cuidado e importancia para el cuerpo de bomberos; el toque del autor es la silueta negra de un niño que está a punto de golpear la toma con un combo. Me quedo unos minutos observándola y tomándole fotos. Vienen más personas que hacen lo mismo. Ahora sí, todos saben a quién le pertenece. Prácticamente nadie que pasa por esa pared se muestra indiferente. Metros antes de llegar, ya tienen el celular en la mano para una foto. Unos comentan que vieron el video en internet sobre la venta anónima en días pasados en el Central Park y se lamentan no haber estado ahí. Banksy. Adorable, crítico y creativo. Una deliciosa trasgresión.
Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York» (2015).
Conocí Praga a través de la mirada de Josef Koudelka. Aquel pequeño libro que titulaba simplemente así: Prague, 1968, de las ediciones del Centre National de la Photographie en París, me introdujo a la magnífica ciudad en un momento particularmente intenso relatado por el lente de un gran maestro de la imagen. En él vi los rostros de jóvenes que indignados desafiaban a los tanques; activistas que repartían periódicos militantes; mujeres atemorizadas o llorosas tomando una bandera o lamentándose por la ciudad; la Plaza Wenceslav tomada por vehículos militares inundados de gente alrededor, al fondo constantemente el Museo Nacional mirando la historia pasar; pancartas caseras coladas en cualquier pared; un crucifijo que acompaña a los dolientes; algún afiche que muestra a Lenin llorando por lo sucedido; soldados atolondrados entre la agresión y la confusión; autobuses quemados y tanques victoriosos; un reloj que recuerda el aquí y el ahora; algún cadáver rodeado de sangre.
Cómo no detenerse en la imagen de aquel hombre mayor que en primer plano mira hacia el fotógrafo con ojos nostálgicos y que en sus espaldas tiene un edificio completamente destrozado, con las marcas de los cañonazos, del fuego y los balazos incrustados en el viejo inmueble. Cómo dejar pasar la toma donde un transeúnte adulto, con maletín de trabajo y vestido para ir a una oficina, descarga su rabia lanzando un ladrillo a un tanque estacionado. Cómo no conmoverse con el gesto de aquel joven que elevado por encima de la gente, le grita al soldado cara a cara; casi se escuchan sus argumentos, sus demandas, su indignación.
En 1998, por esos azarosos guiños de la vida, me tocó ir a Praga, 30 años después de lo sucedido. Tomé mi libro de Koudelka y mi cámara fotográfica. Una sola idea recorría mi mente y mi lente: ¿Cómo estará la bella ciudad luego de estas tres décadas? ¿Qué quedará del intenso pasado? ¿Podrá la cultura de consumo aplanar tanta historia?
En las cuatro jornadas que estuve ahí, alojado en un hotel barato incrustado en medio de un edificio de departamentos populares, construcción notablemente heredera del período socialista que ahora servía para recibir turistas, pude ver y sentir muchas cosas. La Guardia del Castillo que apacible desfila mostrando solemnidad y orden; varios graffiti que dicen “bad religion” o “urban guerrilla pub”; algún poste que cuelga con igual soltura una publicidad de “Mc Donald’s Restaurance” y una indicación urbana local: “Václavské Námestí, Ciudad Nueva, Praga 1”; un puesto de revistas que exhibe las atractivas conejitas de Play Boy; algún turista que toma una foto al que toma alcohol; un banco de la Plaza Wenceslav que otrora estuviera repleto de tanques y gente, hoy es compartido por dos señoras de la tercera edad –que sin duda vivieron aquel 1968- y un joven marginal; otro banco de la misma histórica plaza donde una madre comparte con su hijo un refresco comprado en Mc Donald’s, al fondo los observa el Museo Nacional; un trabajador que cambia una publicidad callejera; un par de muchachas que promueven el Table Dance Atlas en la zona turística, el primero en Praga; un crucifijo que hipnotiza a los turistas; una tienda de cambio que levanta la bandera del Che –al revés- celosamente custodiada por la mirada de Jim Morison unos centímetros atrás; tres lectores subterráneos viajando en el metro.
Pero de tanto visto, como no fijar la atención en una bella que pasa –como decía Baudelaire- de blanco y botas negras que perturba nuestra mirada y la dirige en una sola dirección. Cómo no oír lo que seis músicos pueden hacer sobre el Puente de Carlos; cierto: hay fotos que no se ven, se escuchan. Cómo no entrar en la escena donde una marioneta deslumbra a una niña que se queda cautivada ante sus peripecias, más allá de los apuros de sus padres.
Mi Praga, no fue la de Koudelka. Pero su magia, en la invasión rusa de los sesenta o en la del mercado de los noventa, está fuera de duda. Como fuera, Praga deslumbra, seduce, encanta.
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).