Temprano aprendí a visitar cementerios. No cumplía los once años cuando el destino me condujo a la tragedia tras el asesinato de mi padre en la dictadura (15 de enero de 1981). Desde entonces, he visitado su tumba regularmente, he aprendido a apreciar el silencio, la escucha, el intercambio con la memoria. Luego fue mi abuelo, mis abuelas, mis primos, o mi abuelo materno al que no conocí pero que quiero tanto de otra manera, que está enterrado en Tarija. Cada que viajo a Bolivia me reservo un espacio para visitar a mis muertos.
En México, donde radico hace más de 15 años, solo he acudido al camposanto en el Día de Muertos por razones más bien culturales. Difícil olvidar las visitas a la cañada de los 11 pueblos purépechas en Michoacán; aquel día las tumbas se visten de colores vivos.
Ahora estoy en París y la experiencia es completamente diferente, sé que debo ir a los cementerios locales y no solo por turismo. Comienzo con Pere Lachaise. Los músicos aparecen primero, dos contrastes (ninguno francés): Chopin, lápida de mármol, sobria, elegante, con su perfil esculpido en el centro, una pequeña reja a los lados y rosas frescas, pocas visitas; Jim Morrison, tumba un poco más oculta, con mucha gente alrededor, flores de distinto tipo y tiempo, botellas de alcohol, velas, fotos. Mucha gente tomándose selfis y un árbol repleto de chicles secos colados manualmente, muestra del lado oscuro de la fama.
No tengo mucho tiempo, busco a una de mis referencias en la sociología: Pierre Bourdieu. Sé que está enterrado aquí -luego alguien se preguntará con justa razón por qué el crítico de la distinción terminó en el lugar más distinguido-. Encuentro su lápida, sencilla y sólida, como él y su obra, tiene su nombre y sus años de nacimiento y defunción, nada más. Y pienso en el formato de sus libros que son iguales, en su personalidad, en su sociología profundamente inteligente, aguda y penetrante. Estoy con mis hijas y mi esposa, ya es tiempo de partir, así que vamos bajando un sendero en lo que algún funcionario apura nuestro paso.
Mientras caminamos, les cuento mi relación con Bourdieu, lo generoso que fue al recibirme en su seminario, lo importante en mi formación, el rol que jugó para que conociera a otro gran amigo, Franck Poupeau, con quien hasta ahora tenemos proyectos juntos.
No pude ver a Balzac, Moliere, Nadar, Proust, Piaf ni Wilde. Tendré que volver.
Publicado en El Deber el 24 de Septiembre del 2018.
En una de las observaciones de campo, a finales de mayo del 2017, me encontré con un festival hinduista, que tomó todo el Parque México con lonas y carpas. Había espacio para espectáculos, patio de comidas, tiendas y un nutrido desfile con carros alegóricos.
El festival Ratha Yatra, que se realiza en varias partes del mundo, tuvo también su festejo en la Ciudad de México. Se trataba de la catorceava edición en la capital congregando a centenas de personas. Las decoradas y coloridas carrozas, arrastradas con cuerdas por los fieles, evocaban las deidades y cargaban sacerdotes entre cantos, trompetas y mantras. Si bien el ambiente era marcadamente hindú por todos los frentes, la oferta gastronómica tenía un sello claramente mexicano.
Así, tomando en cuenta la opción alimenticia hinduista algún puesto ofrecía pambazos, tlacoyos, tacos y tortas, aguas frescas —en suma, “antojitos veganos”—. En otro puesto se servían guisados, arroz, tamales, papa adobada, frijol chipotle, rajas con tofú, nopales con verdolaga y mole verde —cada guisado estaba en cacerolas de barro y decoradas con estilo tradicional rural mexicano—. Mientras que en la dimensión espiritual se reproducían fielmente los códigos, los íconos y las formas propias de la ceremonia india guardando alta fidelidad a lo original, en la comida se creaban puentes culturales. El público oscilaba entre sectores populares, jóvenes universitarios y algunas familias – pocos extranjeros—.
Publicado originalmente en «Imágenes de la fé» (2020).
¿Qué haría el catolicismo popular sin imágenes? El episodio bíblico fundador narra la creación del hombre “a imagen y semejanza” de la divinidad. Desde ahí, es fácil construir dispositivos de alimento de la fe utilizando el elemento visual. Se ha estudiado mucho sobre la imagen religiosa, sus usos y formas, y en El Ajusco no podemos sino corroborar su potencia movilizadora.
Las imágenes son de distinta índole, desde las figuras de santos hasta los grafitis. Importantes fiestas se realizan alrededor de ellas; transitan por las calles con público masivo, la gente se acerca a verlas, a tomarse fotos, a transportarlas de un lugar a otro o a recibirlas en la casa. La comunidad se reúne para recibir una imagen, la oración fluye de manera colectiva.
Algunas figuras del catolicismo, especialmente las de la Virgen, logran un lugar fijo en la calle, se les construye un espacio protegido y alguien se hace responsable de su cuidado. En diciembre, esa será una de las esquinas para el rezo del rosario. En El Ajusco el creer se alimenta del ver.
Pasajes del diario de campo
Misa de religiosidad popular con la Virgen de Juiquilla (julio 2007)
Una señora pidió una eucaristía al párroco porque iba a recibir a la Virgen de Juiquilla. Por eso, lo pasa a recoger y vamos todos a su domicilio que está a pocas cuadras. En la casa la Virgen espera en el lugar central de la sala, y se han dispuesto los sillones en forma de escenario: al frente hay una pequeña mesa con mantel blanco, en él una foto del difunto para quien se celebra la misa por los dos años de su partida. Se aprovechan todos los espacios del comedor y del patio para poner sillas. La misa se desarrolla con formato tradicional, participan alrededor de unas 25 personas, la mayoría son familiares del difunto. Cuando termina la celebración, se reparte comida. Se bendice un balde de agua y el sacerdote va por todos los rincones del hogar, acompañado de los dueños de casa, rociando agua bendita. En el momento de las ofrendas, y se pasa una canastita para dar dinero, que al final se lo entrega al sacerdote.
Al día siguiente la Virgen parte a otra casa. Para el evento viene el dueño de la imagen y quien la recibirá en su domicilio. La Virgen estuvo sólo dos días en ese hogar. Sale la imagen cargada por tres jóvenes, hijos del dueño de casa, y le sigue una pequeña procesión de unas 15 a 20 personas: familiares, niños, adultos y viejos. El dueño de la Virgen se encarga de dirigir y organizar el tráfico en el momento del paso por la Avenida Aztecas. Una mujer mayor reparte unas hojas de cánticos, y tiene algún cancionero, pero no es muy eficiente el canto colectivo. Adelante, las nuevas receptoras cargan una manta que dice «Virgen de Juiquilla». Atravesamos por el barrio por calles transversales, la gente mira y se persigan al ver pasar a la procesión. Llegando a la nueva casa, hay un altar que la espera, y un cartel que dice «Bienvenida Virgen ….». La imagen se instala en el fondo del callejón, que también tiene un toldo y muchas sillas. Ahora son como 15 personas.
Comienza el momento del rezo del rosario, tres mujeres (dueñas de casa) se ponen frente a la Virgen en primera fila, una de ellas sostiene el rosario y otra una flor, y empieza el rezo. La flor se va pasando de mano en mano, haciendo participar a todos los presentes uno por uno, pero cuando se llega a uno de los misterios, la responsable se encarga de detener la oración para volver al «Padre nuestro» y recomenzar.
Publicado originalmente en «Ver y creer. Ensayo de sociología visual en la colonia El Ajusco (México D.F.)», 2010.
Cada rostro es una historia. Cuando paseo por El Ajusco observo decenas de personas que despiertan mi curiosidad sobre su pasado, su presente, sus percepciones, su manera de enfrentar la vida. Cierto, como decíamos, que las estructuras espaciales son habitadas por gente que carga consigo sus estructuras simbólicas, desde donde se apropian del lugar y lo reinventan.
Como sociólogo, sé que cada gesto, forma de vestir, anillo, tatuaje, corte de cabello, sombrero, playera, en fin, todo lo que llevamos encima y que es de fácil observación, denota un dispositivo de sentido propio. Lo que observamos me lo enseñó Jean Pierre Hiernaux: es una manifestación que da rastros de un contenido mayor, anclado en la mente de las personas, que hace que elijan un determinado tipo de ropa, usen un gesto y no otro, caminen de una determinada manera (Hiernaux, 2008: 68-69.
El Ajusco, lo hemos señalado con anterioridad, está compuesto por una población urbana popular que tiene una historia de migración interna en el transcurso de los años setenta, pero que en la actualidad se mueve con destreza en el ámbito urbano, utilizando los códigos propios de la ciudad. Ahí todo se entremezcla: la tradición rural dialoga con la estética citadina; los usos y costumbres del pasado se reinventan en el presente.
Me detengo en la foto de un varón de unos 50 años. Es una fiesta popular de origen rural, por eso trae todos los atuendos propios del campo: sombrero, camisa a cuadros, pantalón de mezclilla, cinturón con inscripciones de caballos y botas. Muy cerca, un joven que bien podría ser su nieto, está en la misma fiesta pero se viste diferente: tiene una playera blanca apretada, tenis, aretes en el oído y la nariz, y los cabellos levantados por delante con una franja teñida en la nuca que se desliza hasta el cuello.
En otra imagen, me llama la atención el cuidadoso arreglo de una mujer, de unos 60 años, que tiene varios collares de joyería barata, aretes largos y dorados, lentes oscuros con marco blanco, un sombrero del mismo color, una mantilla bordada y un abanico entre sus manos cuyas uñas están pintadas de rojo. Es uno de los retratos de la estética urbana popular.
En el interior de un hogar, me encuentro con dos hermanas inolvidables. En su modesta sala, un altar con una decena de imágenes, velas y flores, comparte la esquina con la televisión encendida que transmite una novela. La mujer, sentada en su sillón, es custodiada por una pared que tiene tres cuadros fotográficos. El primero es la foto de los padres, en cuyo marco se incrustaron imágenes familiares más recientes. El segundo es un retrato familiar con la presencia de todos los miembros. El último, el más grande y ubicado en la posición más vistosa, es un collage con puras fotos de su padre, quien falleció hace algunos años. Cada una de las imágenes pequeñas es un retrato de una etapa de su vida. Ese recordatorio fue construido por la hija antes de la muerte de su progenitor.
Pero también está el oficinista, la abuela que sale a tomar el sol, el médico naturista que resguarda su local, el artesano, el carpintero, la niña con su bicicleta, el mariachi marchando a su trabajo, la familia en tarde de domingo. Rostros inagotables de las miles de historias que suceden en ese territorio.