Susan Sontag hablaba de la necesidad que tenemos de tomarnos fotos en lugares por los que pasamos para guardarlas luego como trofeos. Es como decir “yo estuve aquí, que no les quede la menor duda”. Me impactan dos extremos. Una preciosa niña afroamericana posa delante del impactante cuadro de Jackson Pollock en el MOMA. Su padre la retrata. Claro, importa más su pequeña que el impresionismo abstracto de Pollock, que funge de telón.
En otra, una pareja elije un grafiti callejero donde un hombre enseña glorioso con una mano la cabeza decapitada de su enemigo y con la otra la espada que acaba de usar. Es un escenario tétrico, violento, guerrero. Ella sonríe a la cámara como si estuviera en un estimulante paisaje.
La foto del otro es una mirada hacia uno mismo. Detrás de cada imagen está el fotógrafo, con su mundo puesto en juego en el momento de la toma. La foto del otro es un autorretrato. Por eso mostrar una foto es desnudarse, es contar lo que se ha deseado, es compartir algo íntimo
Exponer, dicen, es exponerse. Así nace Tomas y letras, como un diálogo entre mirada y textos de distintos orígenes, donde se pueda ver al fotógrafo a través de su lente y el encuentro con palabras que en conjunto forman un todo compuesto por luz y letras.
En dos días llegará la fecha que nunca pasa desapercibida: 15 de enero de 1981, cuando mi papá, Luis Suárez Guzmán, con ocho compañeros del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) fueron asesinados en la dictadura.
Quisiera decir tantas cosas. Repetir hasta el cansancio que los Mártires por la Democracia no le pertenecen ya a ningún partido, que son patrimonio de la nación. Que una parte de las libertades y privilegios que hoy gozamos los debemos a su entrega, a su lucha. Que debemos evitar a toda costa parangones fáciles, arriesgados e imprecisos, especialmente en esta coyuntura donde las palabras están tan manoseadas, devaluadas y cualquier cosa se la llama como no debiera. Que por respeto a ellos y a la historia, no podemos permitir que se politice su nombre, su sacrificio.
Pero no voy repetir lo que se ha dicho tantas veces. Hoy quiero acordarme de Lucho, de su mirada profunda, de su argumento convincente, de su plática encantadora, de su risa contagiosa, de la tanta falta que me hace.
Se fue cuando yo no había cumplido los once años. Y su ausencia no sólo es vacío, es otra forma de presencia. Hablo con él en su tumba, siempre lo hago cuando voy al cementerio central de La Paz. Cuando algún amigo querido visita Bolivia, le pido que también pase por ahí, que le lleve flores y se presente, él lo sabrá reconocer.
Me he preguntado cómo hubiera sido tener a Lucho vivo en distintos momentos. Cuando me gradué de bachiller, quien me dio el diploma me dijo “tu padre debe estar orgulloso desde el cielo”. Quiero imaginar su compañía en cada título que recibí, quiero verlo sentado en el público en mi defensa de doctorado, en mi ingreso como investigador en la UNAM, en las presentaciones de mis libros. Quiero fantasear con su alegría al recibir a mi hija Canela, al tener en sus brazos a Anahí. Quiero especular sobre nuestras pláticas que nunca sucedieron, ya los dos de adultos, hablando de sociología, de cine, de amores y temores.
El destino a veces es generoso. Como cuentagotas, van apareciendo imágenes, recuerdos, frases que por misteriosos caminos llegan a mis manos. Me detengo en dos fotos que recientemente me llegaron.
En la primera, mi papá debe tener unos 22 años. Tiene el pelo corto, bigote fino, lentes cuya parte superior del marco es negro, a tono con su cabello abundante pero bien recortado. Camisa azul marino, pantalón negro, las manos juntas atrás. Mira hacia abajo, pensativo. En el bolsillo de su camisa despunta una pequeña libreta y una pluma, lista para registrar algún pensamiento. La foto es en España, en aquellos años en los que se formaba como sociólogo, cuando indignado escribía por la muerte del Che o de sus manos salían poemas y canciones. Es el tiempo de paternidad y ternura, seguramente mi hermana Patricia y yo estamos en algún lugar a su alrededor, por supuesto bajo el cuidado de Beatriz.
La segunda foto circuló hace unas semanas en alguna de las redes sociales, no recuerdo cual. Debe ser finales de los 70, está sentado, aplaudiendo, parece cantando. Tiene puesta una chompa oscura y un saco de cuero que yo heredé. Aunque la toma es en blanco y negro, sé del color café claro de esa prenda que acaricié tantas veces cuando, luego de su muerte, estuvo en mis manos. Su cabello está largo y todo hacia atrás, el bigote grueso, la mirada alegre, firme, dirigida al futuro. Es una imagen de esperanza. En esos años Lucho transitaba entre el periodismo, la política, la academia, la manifestación y la docencia. Y entre todo, en algún lugar, nosotros, su pequeña tribu.
En fin, son casi cuarenta años de que nos dejó, y no me acostumbro a su ausencia. Todavía me hacen falta sus abrazos.
Publicado originalmente en «El Deber» el 14 de enero del 2020.
Toca el turno al Cementerio de Montparnasse, llego tarde y los minutos son escasos. Juego con mis hijas a encontrar tumbas con una lista plastificada que te dan a la entrada, que contiene nombres y un mapa para descubrir su ubicación. No es fácil. Empiezo por Durkheim: casi no se lee su apellido, la lápida está descuidada, con piedritas encima que luego me entero que es una manera de honrarlo. Pienso en lo mucho que lo he leído, en las horas que he pasado frente a sus libros dialogando, discutiendo, aprendiendo.
Sigo con los literatos, llego a Baudelaire, enorme, se me viene a la mente un poema que repetía de memoria, A la que pasa: “¿Volveré acaso a verte? ¿Serás eterno olvido?”. Luego Cortázar, lápida blanca, y me hundo en sus palabras e historias. Le toca a Susan Sontag, la ensayista a la que también he acudido con frecuencia. Llego a Vallejo, su tumba tiene una bandera peruana, muchas flores, piedritas y mensajes escritos en español. En el camino me encuentro con Brassai, evocando sus imágenes parisinas.
Empieza a sonar una campana que indica que en pocos minutos cerrará el cementerio. Sé que está Raymond Aron, lo busco sin éxito. Tengo que optar, voy hacia la salida donde están Sartre y Simone de Beauvoir, juntos, claro. Su lápida tiene decenas de tickets de metro, marcas de besos con lápiz labial rojo, plantitas frescas.
Me tuve que ir sin visitar a Duras, Man Ray ni Fuentes -dicen que está aquí-. Evité a Porfirio Díaz.
Me impresiona cómo el cementerio reproduce los patrones sociales. La posición de los artistas (escritores, músicos y fotógrafos) es preponderante, luego los académicos. También me llama la atención las tumbas olvidadas o las más dinámicas; y las formas del recuerdo que en algunos se plasma en un beso, y en otros en una piedra. Finalmente me sorprende lo internacional de este lugar de descanso, que va más allá de las fronteras francesas.
Es curioso que en Montparnasse coincidan Arón y Sartre. No hay que olvidar que aunque polemizaron profundamente en los 70, uno a la derecha y el otro a la izquierda (además sociólogo vs. filósofos), Bourdieu decía que había en ellos más puntos en común de los que se cree, y el lugar de su entierro lo confirma.
Por último, sin darme cuenta, veo la influencia de la cultura francesa en mi trayectoria, particularmente de la sociología y la fotografía. En París, los cementerios no me encienden las emociones como me pasa en Bolivia con mis familiares difuntos; sí los recuerdos, las ideas y los aprendizajes.
Temprano aprendí a visitar cementerios. No cumplía los once años cuando el destino me condujo a la tragedia tras el asesinato de mi padre en la dictadura (15 de enero de 1981). Desde entonces, he visitado su tumba regularmente, he aprendido a apreciar el silencio, la escucha, el intercambio con la memoria. Luego fue mi abuelo, mis abuelas, mis primos, o mi abuelo materno al que no conocí pero que quiero tanto de otra manera, que está enterrado en Tarija. Cada que viajo a Bolivia me reservo un espacio para visitar a mis muertos.
En México, donde radico hace más de 15 años, solo he acudido al camposanto en el Día de Muertos por razones más bien culturales. Difícil olvidar las visitas a la cañada de los 11 pueblos purépechas en Michoacán; aquel día las tumbas se visten de colores vivos.
Ahora estoy en París y la experiencia es completamente diferente, sé que debo ir a los cementerios locales y no solo por turismo. Comienzo con Pere Lachaise. Los músicos aparecen primero, dos contrastes (ninguno francés): Chopin, lápida de mármol, sobria, elegante, con su perfil esculpido en el centro, una pequeña reja a los lados y rosas frescas, pocas visitas; Jim Morrison, tumba un poco más oculta, con mucha gente alrededor, flores de distinto tipo y tiempo, botellas de alcohol, velas, fotos. Mucha gente tomándose selfis y un árbol repleto de chicles secos colados manualmente, muestra del lado oscuro de la fama.
No tengo mucho tiempo, busco a una de mis referencias en la sociología: Pierre Bourdieu. Sé que está enterrado aquí -luego alguien se preguntará con justa razón por qué el crítico de la distinción terminó en el lugar más distinguido-. Encuentro su lápida, sencilla y sólida, como él y su obra, tiene su nombre y sus años de nacimiento y defunción, nada más. Y pienso en el formato de sus libros que son iguales, en su personalidad, en su sociología profundamente inteligente, aguda y penetrante. Estoy con mis hijas y mi esposa, ya es tiempo de partir, así que vamos bajando un sendero en lo que algún funcionario apura nuestro paso.
Mientras caminamos, les cuento mi relación con Bourdieu, lo generoso que fue al recibirme en su seminario, lo importante en mi formación, el rol que jugó para que conociera a otro gran amigo, Franck Poupeau, con quien hasta ahora tenemos proyectos juntos.
No pude ver a Balzac, Moliere, Nadar, Proust, Piaf ni Wilde. Tendré que volver.
Publicado en El Deber el 24 de Septiembre del 2018.