Toda vida es apasionante. Y lo es más si se trata de alguien que ha marcado la historia de la humanidad. Al ver Diario de un motociclista, son muchas las ideas que se nos pasan por la mente. Impresiona la personalidad del Che, sus decisiones, su camino, su vida, tanto más cuando uno conoce el final del relato. Pero a la vez la película deja cierto sinsabor y múltiples preguntas de ese personaje tan fundamental.
El filme presenta dos arquetipos tremendamente exagerados: el joven médico cordobés que busca una carrera profesional y que para ello está dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario, y el Che, que más bien está en un aprendizaje constante con la sensibilidad social a flor de piel. Los dos personajes casi caricaturescos, tantas veces representados en cientos de historias, viven sus aventuras en la América Latina de ayer y de hoy, que grosso modo es más o menos la misma.
El corte en ese momento de la juventud del Che, nos deja la pregunta sobre las posibilidades de evolución de aquél estudiante de medicina. Claro está que tenía un abanico de opciones hacia donde podía dirigir su vida. El Che hubiera podido ser un gran médico y contribuir desde la ciencia a la cura de la lepra, o podría haberse quedado a vivir en la comunidad campesina luchando desde sus instrumentos científicos por la vida de los cientos de personas que requerían de un buen médico a la mano y que no busque realizar su carrera en un importante hospital urbano. ¿Por qué el Che opta por el camino revolucionario? ¿Por qué deja la medicina y se convierte en un guerrillero? ¿Cuáles las razones profundas que lo motivan? Las respuestas pueden ser múltiples, y seguramente nadie puede responderlas con certeza. Sin embargo es claro que en él se conjugan al menos tres matrices culturales: la medicina que pretende usar la ciencia para curar cuerpos; el discurso social y político que en la época será el marxismo; la ambición personal, muy legítima por cierto, de ser un protagonista en la historia y la consecuente urgencia por hacer algo para cambiar las cosas. Pero volvamos a la película.
En ciertos pasajes, se muestra el purismo en el Che y la capacidad de transacción de su joven amigo. A ratos, da la impresión que el Che tuviera la vida escrita por adelantado, y que sólo debe cumplir con el libreto que se le habría asignado. Pero la vida -ninguna vida- es así. Mirar la sucesión de acontecimientos de nuestra trayectoria como linealidad predeterminada no hace más que ocultar las verdaderas contradicciones de la condición humana. Bien diría Marguerite Yourcenar que no somos una flecha lanzada directamente hacia un objetivo claramente definido desde el inicio de nuestro camino. Por eso una parte del Che está contaminada de su amigo, y parte del amigo está presente en el Che. Uno es uno mismo y el otro a la vez.
Y lo más apasionante del Che, o de tantas personas que marcan el ritmo de la historia, no son sus certezas sino sus dudas; no son sus momentos de claridad, sino sus contradicciones; no son sus aciertos, sino sus errores. Si el Che tiene un valor, no es por su capacidad redentora y relativamente fácil de cumplir con una agenda, sino por su camino repleto de tensiones y ansiedades. El Diario de un motociclista debe ser leído, creo, poniendo la atención sobre todo en los silencios, en lo no dicho, sólo así estaremos asistiendo a la apasionante vida de un gran personaje, y no a un redentor aburrido y predestinado.
Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.
Conocí Praga a través de la mirada de Josef Koudelka. Aquel pequeño libro que titulaba simplemente así: Prague, 1968, de las ediciones del Centre National de la Photographie en París, me introdujo a la magnífica ciudad en un momento particularmente intenso relatado por el lente de un gran maestro de la imagen. En él vi los rostros de jóvenes que indignados desafiaban a los tanques; activistas que repartían periódicos militantes; mujeres atemorizadas o llorosas tomando una bandera o lamentándose por la ciudad; la Plaza Wenceslav tomada por vehículos militares inundados de gente alrededor, al fondo constantemente el Museo Nacional mirando la historia pasar; pancartas caseras coladas en cualquier pared; un crucifijo que acompaña a los dolientes; algún afiche que muestra a Lenin llorando por lo sucedido; soldados atolondrados entre la agresión y la confusión; autobuses quemados y tanques victoriosos; un reloj que recuerda el aquí y el ahora; algún cadáver rodeado de sangre.
Cómo no detenerse en la imagen de aquel hombre mayor que en primer plano mira hacia el fotógrafo con ojos nostálgicos y que en sus espaldas tiene un edificio completamente destrozado, con las marcas de los cañonazos, del fuego y los balazos incrustados en el viejo inmueble. Cómo dejar pasar la toma donde un transeúnte adulto, con maletín de trabajo y vestido para ir a una oficina, descarga su rabia lanzando un ladrillo a un tanque estacionado. Cómo no conmoverse con el gesto de aquel joven que elevado por encima de la gente, le grita al soldado cara a cara; casi se escuchan sus argumentos, sus demandas, su indignación.
En 1998, por esos azarosos guiños de la vida, me tocó ir a Praga, 30 años después de lo sucedido. Tomé mi libro de Koudelka y mi cámara fotográfica. Una sola idea recorría mi mente y mi lente: ¿Cómo estará la bella ciudad luego de estas tres décadas? ¿Qué quedará del intenso pasado? ¿Podrá la cultura de consumo aplanar tanta historia?
En las cuatro jornadas que estuve ahí, alojado en un hotel barato incrustado en medio de un edificio de departamentos populares, construcción notablemente heredera del período socialista que ahora servía para recibir turistas, pude ver y sentir muchas cosas. La Guardia del Castillo que apacible desfila mostrando solemnidad y orden; varios graffiti que dicen “bad religion” o “urban guerrilla pub”; algún poste que cuelga con igual soltura una publicidad de “Mc Donald’s Restaurance” y una indicación urbana local: “Václavské Námestí, Ciudad Nueva, Praga 1”; un puesto de revistas que exhibe las atractivas conejitas de Play Boy; algún turista que toma una foto al que toma alcohol; un banco de la Plaza Wenceslav que otrora estuviera repleto de tanques y gente, hoy es compartido por dos señoras de la tercera edad –que sin duda vivieron aquel 1968- y un joven marginal; otro banco de la misma histórica plaza donde una madre comparte con su hijo un refresco comprado en Mc Donald’s, al fondo los observa el Museo Nacional; un trabajador que cambia una publicidad callejera; un par de muchachas que promueven el Table Dance Atlas en la zona turística, el primero en Praga; un crucifijo que hipnotiza a los turistas; una tienda de cambio que levanta la bandera del Che –al revés- celosamente custodiada por la mirada de Jim Morison unos centímetros atrás; tres lectores subterráneos viajando en el metro.
Pero de tanto visto, como no fijar la atención en una bella que pasa –como decía Baudelaire- de blanco y botas negras que perturba nuestra mirada y la dirige en una sola dirección. Cómo no oír lo que seis músicos pueden hacer sobre el Puente de Carlos; cierto: hay fotos que no se ven, se escuchan. Cómo no entrar en la escena donde una marioneta deslumbra a una niña que se queda cautivada ante sus peripecias, más allá de los apuros de sus padres.
Mi Praga, no fue la de Koudelka. Pero su magia, en la invasión rusa de los sesenta o en la del mercado de los noventa, está fuera de duda. Como fuera, Praga deslumbra, seduce, encanta.
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).
Uno de los desafíos más complejos para el fotógrafo es enfrentarse a paisajes naturales maravillosos. Frente a ellos, parece que no hay nada más qué decir. Todo está en su lugar, cada objeto dialoga con el otro, los colores son precisamente los que deben ser, las formas guardan perfecta armonía. No es casual que Silvio se pregunte cómo cambiarle el color a una ola, o qué objetar a una noche estrellada.
El Salar de Uyuni, ubicado en el departamento de Potosí, es un lugar simplemente impresionante. Son 12.000 km2 de sal a 3650 metros de altura. Aunque el mar esté lejos, el azul del cielo es intenso, sin nubes, y se encuentra en el horizonte con la planicie de blanca de sal. Kilómetros más, kilómetros menos, manejando sobre la capa de sal guiados sólo por la posición del sol y el saber acumulado del conductor local, llegamos a Laguna Verde, que añade un color más al ya magnífico paisaje. Luego a Laguna Colorada que acoge a elegantes flamencos anaranjados. Entre tanto pasamos por un volcán, un geiser, por las llamadas “Rocas de Salvador Dalí” que recuerdan los colores y las formas del pintor español.
La inmensidad asusta. El tiempo se detiene, y nos muestra lo que hizo, ayudado por el viento, con unas piedras que osaron ponerse al frente.
Y entre tanto, el toque humano. Unos soldados custodiando la frontera que posan frente al fotógrafo. Un amigo oculto en el pasamontañas y los guantes. Una mujer en algún pueblo cercano en sus labores cotidianas. Un par de turistas que se desnudan en plena sal y se toman una foto –antes de la moda de Spencer Tunick-. Y para el visitante foráneo, entre la nieve y el cielo, el “comedor tours”.
No muy lejos, a unas horas en coche, el cementerio de trenes. Conjunto de hierros y maquinarias oxidadas, que contrastan con el azul melancólico del fondo. Una locomotora vieja que dice: “Así es la vida”.
Un viaje al Salar de Uyuni no es para el turismo. Es un paseo por dentro, es volver a ser parte de la naturaleza y vivir una extraña sensación de que la barrera entre lo interior y lo exterior se desvanece. Uyuni aguarda, contempla, y ve pasar a quienes tienen a bien visitarlo.
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).
La vida subterránea es un tema aparte. Ahí pasa todo, desde un ciego que casi es atropellado por el tren y se salva gracias a su lazarillo –lo que se convierte en noticia mundial– hasta la cotidianidad de un tránsito al trabajo. En el metro sucede lo extraordinario y lo banal a la vez. Todos lo toman y llega a todo lado. Su vida interna, su paisaje, su ruido, su gente, sus mensajes, hacen de ese espacio un universo aparte que, a menudo, no se encuentra con el universo exterior.
Algo que llama la atención en el metro neoyorquino es la música, que es un reflejo de la diversidad de esta sociedad. Es fácil encontrarse tanto con un trío norteño mexicano, como con un hippie cantando Bob Dylan, y en medio las melodías africanas, indias, árabes etc. Ese sector también tiene sus reglas. Están quienes toman la vía libre con nada más que su guitarra en mano lidiando con policías y seguridad. Pero hay quienes van por el camino formal, son evaluados por un exigente jurado que decide si pasarán o no al escenario. Se les asigna un lugar y hora, se les da un apoyo mínimo y se les permite tocar sin ningún impedimento. En la música del metro, se puede apreciar el rostro meritocrático de la sociedad norteamericana.
En el tránsito cotidiano de mi casa al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, paso regularmente por extensos jardines con pastos y árboles, muy cerca del metro. Aunque no ande de curioso, a menudo me es difícil evitar ser partícipe de los magníficos encuentros amorosos de decenas de parejas echadas en los jardines. Como si estuvieran solos en una habitación, los enamorados se enredan sin dejar el menor espacio entre ambos. Una chamarra, un pañuelo, un cuaderno, un paliacate, todo sirve para cubrir -si es necesario- algunas partes del cuerpo privilegiadas en el contacto.
La explicación sociológica es obvia: son estudiantes jóvenes con el deseo acelerado; cada uno de ellos normalmente vive al menos a una hora de distancia de la UNAM, por lo que su único lugar de encuentro es en la Universidad; no existen alrededor moteles o espacios de intimidad que permitan satisfacer sus necesidades sexuales en privado; etc. Pero hay más, claro, mucho más.
Por un lado, pienso en la eficacia de la satisfacción limitada del deseo. Como por lo pronto en el pasto no se llega al contacto genital y al orgasmo, se trata de un momento de intensificación del deseo controlando que no se desborde; es un acelerar sin llegar a la meta, lo que promete una continuidad, un segundo encuentro donde tal vez se llegue a lo mismo, hasta que finalmente, en alguna circunstancia, se culmine con el acto sexual. Ese formato de sexualidad, propia del enamoramiento callejero es todo lo contrario al sexo en la pareja consolidada, donde la sorpresa no es el principal componente y casi todo es relativamente previsible. El sexo travieso, anárquico, impredecible, arriesgado y atrevido está reservado para los amores iniciales que tienen muchos obstáculos operativos que superar.
Pero por otro lado, no deja de ser cierto lo que Georges Brassens canta en “Los amorosos que se besan en los bancos públicos”. Es ahí, nos dice Brassens, donde se habla del futuro, del color de las paredes de su cuarto, se pone nombre a los hijos que vendrán. Es un momento para la fantasía, para dejar que el amor sea el arquitecto del proyecto de pareja.
Los años harán lo suyo, y si las parejas que ahora se revuelcan en los pastos se convierten más tarde en matrimonios estables, dormirán y despertarán juntos –con pijamas-, no volverán a echarse en un lugar público para sentir el cuerpo del otro, y tendrán que ocuparse de la vida cotidiana, la suya y la de los hijos. Es decir, diría el sociólogo italiano Francesco Alberoni, dejarán de estar enamorados y conocerán el amor.
Más allá del avenir que les espera, los amorosos públicos de la UNAM no dejan de atrapar mi mirada, y acaso mi nostalgia.
Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.
¿Qué haría el catolicismo popular sin imágenes? El episodio bíblico fundador narra la creación del hombre “a imagen y semejanza” de la divinidad. Desde ahí, es fácil construir dispositivos de alimento de la fe utilizando el elemento visual. Se ha estudiado mucho sobre la imagen religiosa, sus usos y formas, y en El Ajusco no podemos sino corroborar su potencia movilizadora.
Las imágenes son de distinta índole, desde las figuras de santos hasta los grafitis. Importantes fiestas se realizan alrededor de ellas; transitan por las calles con público masivo, la gente se acerca a verlas, a tomarse fotos, a transportarlas de un lugar a otro o a recibirlas en la casa. La comunidad se reúne para recibir una imagen, la oración fluye de manera colectiva.
Algunas figuras del catolicismo, especialmente las de la Virgen, logran un lugar fijo en la calle, se les construye un espacio protegido y alguien se hace responsable de su cuidado. En diciembre, esa será una de las esquinas para el rezo del rosario. En El Ajusco el creer se alimenta del ver.
Pasajes del diario de campo
Misa de religiosidad popular con la Virgen de Juiquilla (julio 2007)
Una señora pidió una eucaristía al párroco porque iba a recibir a la Virgen de Juiquilla. Por eso, lo pasa a recoger y vamos todos a su domicilio que está a pocas cuadras. En la casa la Virgen espera en el lugar central de la sala, y se han dispuesto los sillones en forma de escenario: al frente hay una pequeña mesa con mantel blanco, en él una foto del difunto para quien se celebra la misa por los dos años de su partida. Se aprovechan todos los espacios del comedor y del patio para poner sillas. La misa se desarrolla con formato tradicional, participan alrededor de unas 25 personas, la mayoría son familiares del difunto. Cuando termina la celebración, se reparte comida. Se bendice un balde de agua y el sacerdote va por todos los rincones del hogar, acompañado de los dueños de casa, rociando agua bendita. En el momento de las ofrendas, y se pasa una canastita para dar dinero, que al final se lo entrega al sacerdote.
Al día siguiente la Virgen parte a otra casa. Para el evento viene el dueño de la imagen y quien la recibirá en su domicilio. La Virgen estuvo sólo dos días en ese hogar. Sale la imagen cargada por tres jóvenes, hijos del dueño de casa, y le sigue una pequeña procesión de unas 15 a 20 personas: familiares, niños, adultos y viejos. El dueño de la Virgen se encarga de dirigir y organizar el tráfico en el momento del paso por la Avenida Aztecas. Una mujer mayor reparte unas hojas de cánticos, y tiene algún cancionero, pero no es muy eficiente el canto colectivo. Adelante, las nuevas receptoras cargan una manta que dice «Virgen de Juiquilla». Atravesamos por el barrio por calles transversales, la gente mira y se persigan al ver pasar a la procesión. Llegando a la nueva casa, hay un altar que la espera, y un cartel que dice «Bienvenida Virgen ….». La imagen se instala en el fondo del callejón, que también tiene un toldo y muchas sillas. Ahora son como 15 personas.
Comienza el momento del rezo del rosario, tres mujeres (dueñas de casa) se ponen frente a la Virgen en primera fila, una de ellas sostiene el rosario y otra una flor, y empieza el rezo. La flor se va pasando de mano en mano, haciendo participar a todos los presentes uno por uno, pero cuando se llega a uno de los misterios, la responsable se encarga de detener la oración para volver al «Padre nuestro» y recomenzar.
Publicado originalmente en «Ver y creer. Ensayo de sociología visual en la colonia El Ajusco (México D.F.)», 2010.
Toca la puerta de mi cubículo un colega de El Colegio de Michoacán, en Zamora, México. Entre sus manos trae un regalo-novedad: el libro Política y partidos en Bolivia, de Mario Rolón Anaya. El texto, publicado en 1966 en La Paz por editorial Juventud, deja ver las muestras del tiempo y el arduo recorrido: hojas amarillentas, múltiples manchas en la tapa, el lomo y los interiores, tonalidades distintas en las páginas interiores de acuerdo a la cercanía con el exterior del texto. “Es un regalo –me dice- lo encontré en un remate de libros viejos en un mercado popular de Zamora”.
Mi sorpresa es mayor. Había revisado el mencionado texto –en una biblioteca- cuando hacía una investigación hace ya un tiempo. Hoy el libro aparecía nuevamente entre mis manos mostrando caprichosamente los años vividos; los suyos y los míos. En su interior, luego de una breve hojeada de rutina, me encontré con una tarjeta personal del autor que trae la inscripción con lápiz y a mano: “Al maestro José Pagés Llergo, Calle Vallarta N. 20 México D.F., Revista Siempre. Con los recuerdos y saludos del autor”.
José Pagés fue un destacado periodista mexicano (1910 – 1989) que luego de un arduo trabajo profesional fundó y dirigió la mencionada revista en 1953 y que por varias décadas fue el espacio de discusión de la intelectualidad mexicana. En ella publicaron algunos pilares de la reflexión cultural en México como Carlos Monsiváis, Octavio Paz entre otros.
Deduzco que el autor envió el texto al director de Siempre, vaya a saber en qué contexto. Todavía es más difícil conocer la trayectoria posterior del libro, cómo de manos de José Pagés pasó a algún vendedor, de éste a otro, y a otro más, y así durante cuatro décadas para que en el 2006 alguien que conoce a un boliviano compre el libro en una feria popular en una pequeña ciudad de provincia. Y así, luego de todo un ciclo, el objeto llegue a mi biblioteca personal.
No es la primera vez que me sucede algo especial con los libros como objetos. Recuerdo que alguna vez gratamente tuve la ocasión de buscar libros en la biblioteca de la Universidad Católica Boliviana. En ese momento –hablo de 1996- estaba por empezar una investigación sobre el proceso político religioso en Bolivia en los años 60, particularmente focalizándome en Néstor Paz y Mauricio Lefebvre. Las cosas de la vida, en la desértica biblioteca me encontré con la obra Teoría de la novela, de G. Lucaks. El texto, que no había sido consultado nunca antes (hacía más de 20 años), llevaba escrito en las primeras páginas el nombre a mano de Mauricio Lefebvre. En su interior había una tarjeta que marcaba la cita con un médico algún mes de 1970. Evidentemente el texto había pertenecido a Mauricio y no sé cómo llegó a la pasividad de los estantes de la Universidad.
No está de más mencionar que en esos momentos tenía una empatía grande con Michael Lowy, quien había escrito Por una sociología de los intelectuales revolucionarios. La evolución política de Lukacs (1909-1929), y con quien yo quería llevar a cabo la investigación sobre la transformación política de Lefebvre en Bolivia. En fin, claro está que las cosas tienen vida propia, los libros recorren su camino autónomo y nada mejor que el azar para provocar los más gratos encuentros.
Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.
Se llama Rosa, acaso tendrá 10 años. Guarda el uniforme oficial con el que va diariamente a la escuela pública y saca el traje de fiestas y ceremonias comunitarias. Con él parte hacia Cuzco -a 15 kilómetros de casa-, lleva consigo la oveja más pequeña que encuentra y dos niñas igualmente vestidas. Es domingo y la ciudad está llena de turistas. Tal vez consiga unas monedas.
En Cuzco se entretejen culturas y consumos; historias épicas e historias personales; indios y turistas. Rosa pasea por la ciudad y entra en contacto con cuanto foráneo que quiere ver folclor vivo; nadie le pregunta qué hace, qué piensa, qué busca. Sólo le piden si puede posar para una foto, tal vez al lado de una ruina.
Cerca, más allá o más acá, otro rostro joven, marcadamente indígena, vende una postal de la clásica toma de Machu Pichu. Seguramente sus abuelos, o los abuelos de sus abuelos, o los abuelos de éstos, fueron los que pensaron, construyeron y vivieron en la mágica montaña, lugar que hoy, el nieto del nieto del nieto la vende al primero que pasa por la vereda.
También está el que explica –el guía turístico- y enseña –más con el cuerpo, el rostro, el acento, el color de la piel que con la palabra- lo que fueron esas ruinas. Cada piedra refuerza su decir. ¿Necesita tamaña cultura incaica de un mediador para comprender que estamos frente a una maravilla de la especie? Las montañas, las nubes, el silencio, el viento, lo que queda de lo que fue, son la muestra más palpable de la grandeza de lo que tenemos en frente. Una mano alza una cámara –casi discretamente- para no olvidar lo que dice el guía.
Y mientras tanto, en Cuzco alguien duerme arrullado por la catedral que parece cómplice de sus sueños. Desde la otra esquina un puma –emblema del imperio incaico- yace petrificado en un poste; la catedral gloriosa lo controla.
No falta quien camina y mira de frente a la cámara. Sale borroso, sonriente, en movimiento, casi inconsciente de la funeraria que está en sus espaldas. Una chimenea que caprichosamente se alza hacia el cielo, chueca, haciendo gala del arte de adaptarse a las circunstancias que le tocó vivir, completa el paisaje urbano.
Imposible que entre los personajes locales no apareciera el Señor Obispo. Con cada uno de los símbolos que le dan un lugar en el mundo religioso y que cubren casi por entero su cuerpo. Un cuerpo eclesial lo acompaña, y una construcción lo protege desde el fondo.
Pero también están los interiores. Algún patio cuadrado, con una fuente al centro y un loro en la cabeza de la figura central, es custodiado por la imagen de la Virgen. Claro, los patios interiores guardan los sueños, miedos, amores de la vida cotidiana, por él transitan todos los misterios que no están destinados a ser contados; acaso recordados.
Y en alguna vitrina, a la venta y a la vista, máscaras de oro. Oro que movió tantos sentimientos, que mató a tantos indios, que provocó tantos excesos. La máscara de oro que reproduce el rostro indígena se exhibe, así, sin vergüenza, sin dar cuenta de su pasado, esperando el adinerado turista que desee llevarse el recuerdo más caro del lugar.
Cuzco mágico y trágico. Cuzco inmoral e inmortal.
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).
Sólo tengo tres recursos para recorrerte, Nueva York.
Mi cámara, extensión de mi vista, grabadora de mis emociones. Me arrodillo ante la imagen, busco las tomas, me agacho, me pongo de pie, me detengo, me apuro, persigo las formas. No salgo sin ella, la tomo entre mis manos como cuando disfruto del cuerpo de una mujer. Me muevo con las manos llenas, me conmuevo con lo que veo. Aprieto el gatillo y disparo hacia adentro. Capturo. Robo instantes. Me los guardo, me los llevo. Los colecciono, los recreo, los reconstruyo. Ahora todo lo que pasó por mis ojos lo puedo guardar en una pequeña cajita de recuerdos, como un joyero, como esos pequeños muebles de madera con muchos compartimentos donde las mujeres suelen custodiar sus adornos, y a menudo sus misterios. Como un secreter desde donde despego hacia mundos nuevos, abriendo y cerrando cajones que guardan episodios. Ahí están mis fotos.
Camino. Mis pies me llevan lejos, tanto como mi imaginación. Unos zapatos flotando con imágenes al fondo, saltando, caminando, de cuclillas, descansando. Me acompañan –o acaso me conducen- por sendas y senderos, por atajos o por avenidas. Subo, bajo, ando. Busco, encuentro, pierdo, me pierdo, descubro, me sorprendo. Me apropio de cada ruta recorrida.
Y escribo. Adoro la imagen de aquellos escribanos medievales que por el amor a la palabra deformaban su espalda y apagaban su mirada. Vivían para escribir y morían pluma en mano, sobre un escritorio, como en El nombre de la rosa. Y sin embargo, ahí está ella, sentada a los pies del magnífico cuadro, escribiendo en tecnología tan solo unos siglos más tarde. Ahora lo hace en un celular, con el dedo, en la nube. Así salgo a recorrer la ciudad, con mi teclado y mi “tablet”, a buscar sensaciones y cafés donde sentarme para escribirlas.
Veo cientos de rostros, imagino miles de historias.
¿Dónde está el Japón profundo?, ¿cómo poder conocer la vida cotidiana de tanta gente, tantas personas con las que me cruzo en las calles, que veo una vez y no volveré a ver jamás en la vida?
El hombre que va a su oficina, el que contempla la laguna, el señor solitario que mira hacia el infinito, la niña que juega con el papalote, el que busca en el basurero, el lustrabotas, la prostituta, el grupo que canta en las calles, el padre que juega con su hijo en plena avenida. Pocas historias se conocen en unos días de paso en un país extranjero. Sólo recuerdo dos. La del político, aquel amigo, casado con boliviana que, luego de su estancia en Nueva York, decidió hacer política en su país. Me lo encontré en plena campaña, colando afiches, repartiendo panfletos, vociferando en el metro.
Meses más tarde sería elegido diputado. Y la otra, la especialista de ikebana, que hizo una demostración frente a un grupo de extranjeros en la “ceremonia del té” de cómo se podía hacer una hermosa decoración en algunos minutos. Pero lo impresionante no era eso, sino que ella era la décima generación de una familia que se había especializado en una técnica particular de ikebana. Desde el abuelo del abuelo de su abuelo (y así hacia arriba), habían logrado mantener una tradición y una misión para las futuras generaciones que hoy, en el siglo XXI, la seguían portando como tarea.
La vuelta
La vida tiene momentos que, para bien o para mal, no se vuelven a repetir; es una espiral constante. Lo que en algún momento estuvo al alcance de las manos, se esfuma con el tiempo. No hay viaje sin retorno, salvo para Thelma and Louise. Sabemos que es un paréntesis, que terminará en un corto plazo y que lo vivido en los días de «vacación» se quedarán en el archivo fotográfico, en la caja de nuestros recuerdos que, al lado de otros más, irán construyendo nuestra historia.
Quizás eso es lo que le da más emoción. Un viaje es como una amante, que vemos regularmente pero siempre de forma distinta. Nunca nos cansamos de verla, pues nunca termina de instalarse en nosotros, y siempre podemos perderla. La incertidumbre de que pueda no volver a suceder el encuentro es lo que alimenta esa experiencia extraordinaria.
Hago maletas, recojo cada una de las imágenes tomadas en este viaje, respiro y me dispongo a emprender la larga vuelta.
Dejo al Japón con la pregunta que no puede faltar en ningún viaje pero que ahora cobra mayor sentido: ¿cuándo volveré? Quizás nunca, quizás en un tiempo. Dejo el mundo de las incertitudes, lo desconocido, lo que impacta; vuelvo a mis montañas, al barrio donde crecí, a la gente que conozco hace tantos años. Vuelvo a esperar y planificar el próximo viaje, la próxima aventura que vuelva a darme razones para seguir viviendo.
Publicado originalmente en «Viajar, Mirar, Narrar» (2018).