No me gusta la televisión. De hecho la he evitado desde hace mucho tiempo, y ahora de plano ya no tengo el aparato en casa. Cada que me toca ver algún fragmento, normalmente en los consultorios o salas de espera, me convenzo de haber tomado la decisión correcta. Mi distancia con la caja mágica se acentuó cuando vine a vivir a México y sentí mi inteligencia ofendida cada que caía en cualquier programa de Televisa o TV Azteca, acaso la basura mediática más lograda.
El caso es que luego de un tiempo de resistencia, decidí suscribirme a Netflix, y ahora soy un consumidor compulsivo de sus series. No veo tele, veo Netflix en mi dispositivo electrónico. Lo que me llama la atención es el lugar que ha ocupado esta forma de consumo de imágenes y cómo ha transformado tantas cosas.
Vamos por partes. En estos tiempos de individualización, donde cada uno decide contenidos y momentos para consumo mediático, Netflix permite no estar obligado a tener que esperar un episodio a la hora que el programador lo decida, sino más bien cuando uno pueda hacerlo. Así, no pasa nada si un día no pudiste ver un capítulo, o si se te atravesó algo; ya habrá ocasión para retomar la historia.
De hecho una de las razones por las que no seguía una serie completa en cualquier canal, era por la dificultad de obligarme a estar frente a la pantalla a una determinada hora. Eso se acabó. Recuerdo que cuando era niño se transmitía la serie americana Dallas, y todos sabían en qué estado estaba el famoso personaje “Jr.”. Lo propio con telenovelas como Rosa de Lejos. Es más, el día en que iban a transmitir el último capítulo fue casi un feriado nacional. Hoy, ese escenario es imposible. Con mis amigos cercanos comentamos las distintas series vistas pero uno va empezando, el otro al medio, y el otro ya la terminó.
Cada cual a su ritmo, lo que no impide que podamos discutir e intercambiar opiniones.Por otro lado, hay que decir que las telenovelas mexicanas prisioneras de los intereses de Televisa son de tan mala calidad que da vergüenza ajena. La simple comparación con cualquier programa en Netflix es notable en todos los aspectos: actuación, libreto, escenario, ritmo, contenido y un largo etcétera.
En mi tableta he visto historias que me han llevado a las emociones, a las lágrimas o la rabia, al miedo o la risa, a la razón o al entretenimiento, además con un agudo sentido crítico de la realidad. Por ejemplo, la crudeza de la política nunca fue tan bien presentada como en House of Cards, los límites de la tecnología en la vida diaria se los expone en Black Mirror, la transformación de un tipo ordinario en un magnífico dealer está en Breaking Bad.
Llama la atención que lo que puso en jaque al monopolio televisivo en México no fueron los esfuerzos de canales culturales o de producciones alternativas de la izquierda, sino una empresa norteamericana que simplemente puso la calidad por delante y entendió que el espectador es alguien medianamente inteligente que quiere ver en la pantalla historias que le hablen de la vida diaria sin matices cursis. Por último, es extraña la manera cómo Netflix se ha introducido a la vida marital. Antes, coordinar con la pareja para sentarse frente a la televisión en el mismo momento a ver una novela por más de una semana consecutiva era motivo de pleito. Hoy la negociación es más fluida, los tiempos se equiparan con más facilidad, todo se resuelve en la cama con una pequeña pantalla sin mediación alguna. Varios de mis amigos han hecho del momento de ver Netflix el espacio de encuentro de pareja, más importante que ir a pasear al parque.
No faltará quién con legítima suspicacia piense que Netflix me pagó esta columna. No es el caso –lamentablemente casi no cobro por lo que escribo-. Lo cierto es que Netflix ya se instaló en nuestras vidas –al menos en la mía- y, la verdad, estoy feliz enredado en su telaraña. Más adelante comentaré algunas historias que me llamaron la atención; ahora dejo estas letras, me espera una nueva temporada de mi serie favorita
Publicado en diario El Deber