Luego de meses, casi años, de planificación, llega el día del viaje a Nueva York. Las emociones se aceleran. La última vez que estuve ahí fue hace más de dos décadas, cuando empezaba un ciclo especial en mi vida. Esa ciudad significaba mucho, era como una ventana por la que podía observar un estimulante porvenir. Estaba a media carrera de sociología, descubría tanto mi cuerpo como el saber, pasaba del cine a la lectura, de la clase al concierto, de la protesta a la espiritualidad. Y Nueva York concretizó muchas cosas, me compré mi primera cámara fotográfica, vi Cats, conocí museos y calles, y tantos íconos que entonces cobraban mucho sentido.
Pero hoy vuelvo en otro momento. Expectativas, pero de otra naturaleza. Serán doce meses viviendo en la ciudad, un año sabático, tiempo ideal para mirarse en el espejo, dejar que el pasado haga lo suyo, y que nuevas luces iluminen el futuro. Tiempo para recogerse. Será un tiempo de observación intensa, de escritura cotidiana, de reflexión sostenida, de lecturas permanentes. Dicen que los mayas cuentan sus años vividos cada dos décadas acumuladas; así, en este viaje en el que ya tengo más de cuarenta, estoy en el tercer período de mi vida, con anhelos renovados y la mirada puesta en múltiples direcciones.
Llega el día del aeropuerto. Iré yo solo sin la familia por unos días, tengo una misión: conseguir departamento para que unas semanas más adelante todos tengamos dónde llegar. Compré el pasaje con saludable distancia respecto del día del vuelo. Escogí el más barato, pero al querer emitir el pase de abordaje me di cuenta que no leí la famosa letra chica. Por las condiciones de la compra, sólo tengo derecho a equipaje de mano, por cada maleta extra tendré que pagar 25 dólares. Cuando estaba frente a la computadora intentando escoger un asiento, caí en cuenta que ya estaba asignado, el derecho de elegir o cambiar significaba 59 dólares. El vuelo durará cuatro horas y media hasta Charlotte, en el avión no me ofrecerán comida, me la venderán. En suma, todo indica que la billetera estará a la orden.
Como decía, tengo la difícil tarea de conseguir departamento en siete días. Traigo una lista que hizo mi esposa con los posibles lugares de vivienda. Varias alternativas: Harlem, Brooklyn, Bronx. Diferentes modalidades: amueblado, semi amueblado, vacío. Múltiples precios. Habrá que ver cómo consigo un espacio decente en un lugar que casi no conozco y en un tiempo tan limitado. Lo impresionante es que por el internet hemos tenido la posibilidad de ver barrios, calles, edificios, cuartos, cocinas y cantidad de informaciones que hacen que la ciudad no se me haga especialmente ajena. Entre medio, tengo que dar una conferencia sobre la diversidad religiosa en México.
Cuando llego a Charlotte, entiendo la lógica alimenticia del viaje. Si bien el avión no ofrece comida, en el aeropuerto abundan los locales de todo tipo y precio. Hasta ahí los olores pasan relativamente desapercibidos, pero al interior de la cabina –ahora rumbo a La Guardia, en Nueva York– todo se concentra. Alguien come pizza, otro hamburguesa, uno más saca de una bolsa blanca de plástico una ensalada que la prepara con vinagreta. Las fragancias se mezclan y hacen lo suyo con los poco previsores como yo que no compramos nada. La homogeneidad del consumo está en el café: todos lo compraron en Starbucks. Mientras estoy sentado empiezan a pasar los otros pasajeros. La diversidad es asombrosa; asiáticos, europeos, estadounidenses, árabes, negros, y por supuesto latinos. No me cabe duda, si hay un país multicultural, es Estados Unidos.
La travesía de la búsqueda de departamento fue una épica batalla contra el tiempo y las circunstancias adversas. Probé todos los caminos: llamar a los teléfonos que salían en la página web de Craiglist –moderna forma de venta donde se encuentra desde casas hasta patinetas–, preguntar a los amigos, salir a caminar buscando letreros de renta, mirar en el periódico, poner anuncio en Facebook, etc. Descubrí la historia de los brockers –que en realidad son intermediarios entre el dueño y el cliente– quienes ganan una fortuna por su trabajo. De algo sirvió haberme contactado con uno de ellos, pues me acompañó a pasear por una serie de departamentos en lugares a los cuales nunca hubiera llegado solo.
En el camino me contó algunas cosas interesantes: dijo que en esta ciudad más del 70% de la gente vive en casa rentada, por lo que el mercado inmobiliario es tremendamente dinámico; ante mi pregunta sobre cómo y por qué él hacía este trabajo, me dijo que estudió durante cuatro años diseño y artes, pero como no tenía beca y la universidad es carísima, tuvo que endeudarse, por lo que las próximas décadas estará pagando sus estudios trabajando en algo para lo cual no estudió, pero que le genere lo suficiente para salir de su deuda. El modelito de enseñanza se me hace conocido, lo he escuchado en múltiples voces siempre neoliberales –por eso defiendo tercamente la universidad pública y gratuita–.
Pero por más interesante que sea la charla, su mediación para el alquiler subía mi presupuesto a los cielos. Fui a la Universidad a buscar ayuda sin mucho éxito, continué preguntando a los amigos, seguí caminando calles neoyorkinas fijándome en todo cartel que parecía decir algo sobre la renta, pero nada. Al borde de la desesperación, unas horas antes de que saliera mi vuelo de vuelta con las manos vacías, apareció en el internet alguien que por desplazamiento sabático rentaba su departamento cerca del metro y de la Universidad de Columbia; lo daba amoblado. Ideal para mis necesidades.
Lo contacté inmediatamente, resultó ser un antropólogo progresista que conocía México y que incluso había estado en Nicaragua en los años de la Revolución Sandinista (varios afiches colgados en sus paredes lo delataban). El trato fue directo, sin intermediarios, con una sensación de haber encontrado no solo un lugar donde vivir sino alguien afín en esta ciudad de millones de personas diferentes. Fue como meter gol en el último minuto del partido. Sí, cosas del destino.
Lo extraño fue la confianza con la cual sellamos el trato: lo visité en su departamento, charlamos alrededor de 15 minutos, le di un depósito de 2.400 dólares en efectivo. Le entregué un par de cartas profesionales mías (fotocopia de mi constancia de trabajo e ingresos, mi invitación en Columbia y mi pasaporte), él me firmó un recibo en una hoja de cuaderno y le tomé foto a su licencia de conducir vencida. Todo el intercambio fue con base en la palabra, la suya y la mía. Completamente distinta la relación con mi casero en México que me pidió un garante, varias referencias profesionales y personales y firmamos un contrato en una oficina de abogados.
Ya me habían dicho que buena parte de las relaciones en Nueva York reposan en lo verbal y la confianza y no en la papelería firmada, herencia colonial latinoamericana. Ya tengo departamento, podemos iniciar esta aventura del año sabático.
Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York», 2015.