Diariamente tomo una pesera -que se escribe con “s” porque al principio el viaje costaba un peso- en el recorrido de mi casa en Coyoacán a la Ciudad Universitaria en México. En el camino, mato el tiempo entre la lectura del periódico y la observación del comportamiento de los demás; finalmente, sigo siendo sociólogo (y recuerdo a Marc Augé cuando escribía Un etnólogo en el metro).
Tres escenas me atrapan:
- Una mujer sentada a mi lado saca de su cartera una pequeña bolsa de cosméticos. Los abre cuidadosamente y empieza la sesión de decorado. Como sucede en estos casos, va paso a paso, utilizando con especial maestría cada uno de los instrumentos y dominando el movimiento del agitado transporte. Todo con el objetivo de embellecerse, resultado claramente conseguido al llegar a su destino.
- Un joven muy bien acomodado en dos asientos, saca de su mochila un cortaúñas y procede, también controlando el tambaleo de la pesera, a recortarse cada uña (por suerte de las manos solamente). El sonido que acompaña a este natural acto se escucha muy a pesar de la música impuesta por el conductor.
- Un oficinista, vestido con traje y corbata, contesta su bullicioso celular y nos invita a todos a participar de lo que podría ser una reunión de trabajo. Hablando fuerte da órdenes con respecto a su proyecto, estrategias, actividades para el día, etc.
Ninguno de los comportamientos me molesta particularmente, los observo con curiosidad científica, pero me pregunto hace cuánto que el espacio público se ha convertido en un lugar para hacer cosas que estaban reservadas a la privacidad. Y me preocupa pensar hasta dónde llegaremos. ¿Cuál el límite para compartir con los demás en esos lugares? ¿Será que la urbanidad nos ha convertido en seres brutalmente anónimos que ya no tenemos sentido del ridículo? Vaya a saber.
Publicado originalmente en «Hacer sociología sin darse cuenta» (2018).