Cuando renté mi departamento en París, en el distrito 18 cerca de Montmartre hace año y medio, miré con agrado la ventana que daba al pequeño balcón. Desde ahí, a la derecha, lucía el Sagrado Corazón, además de que podía fisgonear a los vecinos.

Cada estación aproveché el balcón de distintas maneras. En verano para refrescarse, en otoño disfrutar de los atardeceres, en primavera respirar el aire nuevo, y hasta en invierno, aunque sólo por unos minutos, para sentir el contraste y eventualmente tocar algún copo de nieve o una bolita de granizo.
La crisis del Covid-19, luego de la instrucción de quedarse en casa, cambió la relación con mi espacio inmediato. Mi universo de reposo y de trabajo, devino en uno solo: se fusionó mi vida personal y profesional. Normalmente cada rol social tiene un espacio: soy papá y marido en el hogar, profesor en la universidad, investigador en las entrevistas y bibliotecas, escritor en los cafés, fotógrafo en las calles. Repentinamente, en mi departamento de 55 metros cuadrados típicamente parisino, con cinco habitantes, concentró la densidad de mis funciones. Ahora en un cuarto juego el rol de padre, en otro de esposo, en el siguiente de hijo, en el próximo de sociólogo-investigador-escritor.

Lo que creo haber logrado mejor fue mi desafío de fotografiar al interior del hogar. Soy un fotógrafo-narrador-sociólogo, normalmente vivo prendido de mi Leica y no vuelvo a casa sin alguna toma nueva. ¿Cómo hacer si no salgo más? Decidí esforzarme en “mirarse para adentro” -retomando al gran Silvio- y me di un tiempo, cámara en mano, para recorrer los espacios íntimos de mi hábitat primario. Busqué formas en la cocina, en el baño, en las ventanas, en los objetos cotidianos que a menudo no les damos importancia. Encontré sombras, fierros, diálogos, profundidades, tonos de gris y con todo eso armé una serie de imágenes que titulé “Postales del encierro”. Fue otra manera de mirar, caminar y descubrir otros rostros del entorno inmediato.

En ese mi tránsito-búsqueda por los rincones que habito, re-descubrí el balcón. El encierro coincidió con la primavera en París, así que he podido salir a disfrutar de otro modo. A las ocho de la noche, una buena parte de quienes vivimos en esta ciudad aplaudimos desde las ventanas para enviar un mensaje de solidaridad a quienes batallan contra el virus en todos los frentes.

He descubierto nuevas cosas. La chica que vive al lado, a quien no crucé nunca, sale con un poco de retraso y sin mucho interés; su mirada es triste, me contaron que perdió al novio en un accidente hace unos años, tiene dos gatos, por eso la curiosa red de su terraza. En los dos pisos de abajo hay dos parejas que aplauden con esmero, se quedan luego a platicar, con un vino en la mano, sobre sus actividades del día. En el edificio del frente hay una señora sola, es mayor, llega al balcón con puntualidad y aplaude sin una sonrisa, en cuanto pasa el minuto establecido, cierra su ventana. Lo propio la chica de abajo, sólo que es más joven. Cruzando la avenida hay una agradable mujer de entrada edad que palmea sola y saluda en la distancia con los dos brazos abiertos. Mientras todos aplaudimos, por algún lugar que no puedo ver, alguien toca trompeta, otros meten bulla con latas y cacerolas, unos más gritan y silban. Es un pequeño gesto colectivo cargado de emotividad

El balcón se ha convertido en mi puerta al mundo, una manera de sentirme parte de una comunidad amenazada y en resistencia, una oportunidad para saludar a aquellos con quienes convivo y que no conozco. Uno de los saldos de esta pandemia es descubrir otras formas de la vida social, y revalorizar los pequeños espacios. José Martí nos recordó que toda la gloria cabe en un grano de maíz. Hoy sabemos que el balcón es un universo inexplorado, infinito, prometedor; una fuente para la nueva sociabilidad y la creatividad.


Publicado en El Deber el 22 de abril del 2020.