Se llama Rosa, acaso tendrá 10 años. Guarda el uniforme oficial con el que va diariamente a la escuela pública y saca el traje de fiestas y ceremonias comunitarias. Con él parte hacia Cuzco -a 15 kilómetros de casa-, lleva consigo la oveja más pequeña que encuentra y dos niñas igualmente vestidas. Es domingo y la ciudad está llena de turistas. Tal vez consiga unas monedas.
En Cuzco se entretejen culturas y consumos; historias épicas e historias personales; indios y turistas. Rosa pasea por la ciudad y entra en contacto con cuanto foráneo que quiere ver folclor vivo; nadie le pregunta qué hace, qué piensa, qué busca. Sólo le piden si puede posar para una foto, tal vez al lado de una ruina.
Cerca, más allá o más acá, otro rostro joven, marcadamente indígena, vende una postal de la clásica toma de Machu Pichu. Seguramente sus abuelos, o los abuelos de sus abuelos, o los abuelos de éstos, fueron los que pensaron, construyeron y vivieron en la mágica montaña, lugar que hoy, el nieto del nieto del nieto la vende al primero que pasa por la vereda.
También está el que explica –el guía turístico- y enseña –más con el cuerpo, el rostro, el acento, el color de la piel que con la palabra- lo que fueron esas ruinas. Cada piedra refuerza su decir. ¿Necesita tamaña cultura incaica de un mediador para comprender que estamos frente a una maravilla de la especie? Las montañas, las nubes, el silencio, el viento, lo que queda de lo que fue, son la muestra más palpable de la grandeza de lo que tenemos en frente. Una mano alza una cámara –casi discretamente- para no olvidar lo que dice el guía.
Y mientras tanto, en Cuzco alguien duerme arrullado por la catedral que parece cómplice de sus sueños. Desde la otra esquina un puma –emblema del imperio incaico- yace petrificado en un poste; la catedral gloriosa lo controla.
No falta quien camina y mira de frente a la cámara. Sale borroso, sonriente, en movimiento, casi inconsciente de la funeraria que está en sus espaldas. Una chimenea que caprichosamente se alza hacia el cielo, chueca, haciendo gala del arte de adaptarse a las circunstancias que le tocó vivir, completa el paisaje urbano.
Imposible que entre los personajes locales no apareciera el Señor Obispo. Con cada uno de los símbolos que le dan un lugar en el mundo religioso y que cubren casi por entero su cuerpo. Un cuerpo eclesial lo acompaña, y una construcción lo protege desde el fondo.
Pero también están los interiores. Algún patio cuadrado, con una fuente al centro y un loro en la cabeza de la figura central, es custodiado por la imagen de la Virgen. Claro, los patios interiores guardan los sueños, miedos, amores de la vida cotidiana, por él transitan todos los misterios que no están destinados a ser contados; acaso recordados.
Y en alguna vitrina, a la venta y a la vista, máscaras de oro. Oro que movió tantos sentimientos, que mató a tantos indios, que provocó tantos excesos. La máscara de oro que reproduce el rostro indígena se exhibe, así, sin vergüenza, sin dar cuenta de su pasado, esperando el adinerado turista que desee llevarse el recuerdo más caro del lugar.
Cuzco mágico y trágico. Cuzco inmoral e inmortal.
Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).