Bélgica 1996-1998
Años belgas
(1996 – 2001)
No es fácil escoger imágenes de un lugar donde se ha radicado varios años. Es mucho lo mirado, lo vivido. ¿Cuál la selección más justa, la más precisa? ¿Qué negativos -de los cientos tomados- dibujan mejor el lugar, el momento? Limitada y arbitraria, toda selección es un recorte de una realidad infinitamente mayor.
Abriendo la caja de los recuerdos, me detengo en aquella foto donde un activista reparte panfletos en una marcha callejera. Se trata de una manifestación de protesta por la muerte de una migrante ilegal africana en manos de la policía. Los afiches dicen: “todos nacemos sin papeles”; “no somos peligrosos, estamos en peligro”. El hombre que regala un pequeño periódico recuerda la imagen del anarquista militante: boina, bigote, pañuelo y lentes. Es un perfecto personaje que podría ilustrar la canción “Los anarquistas” de Leo Ferré. Cierto, la solidaridad belga fluye.
Pero la gente también toma las calles por otras razones. Ahora les toca a sus propios problemas. Son los meses en los que es descubierta una red de pedofilia que fue responsable de la muerte de dos niñas luego de una espeluznante agonía. La indignación inunda las avenidas de Bruselas en la denominada Marcha Blanca. Flamencos y walones se unen, como nunca, con un solo sentimiento de impotencia. Entre el millón de personas en las avenidas, me quedo con tres mujeres que desconfiadas del vecino y protegiendo su cartera, vencieron sus miedos y salieron a protestar, acaso por primera vez.
También en Bruselas, un tiempo más tarde, les toca el turno a los latinoamericanos. El exdictador chileno Augusto Pinochet es atrapado en Inglaterra y se especula sobre la posibilidad de que se le siga un juicio internacional. Las esperanzas de los cientos de migrantes del continente que vivieron las atrocidades de la dictadura –las dictaduras- se pronuncian por toda Europa para evitar que el dictador vuelva a Chile, sabiendo que la justicia en ese país estaba controlada por las viejas estructuras del poder. La pancarta que se levanta enuncia en una noche fría dice: “Pinochet: asesino. Gobierno chileno: cómplice”.
Y entre tanto, fuera de los grandes momentos épicos cuando la gente se pronuncia colectivamente en calles y plazas, está la vida cotidiana, aquella que transcurre pasiva e intensa. Veo un niño en el mercado que lee “los pitufos” entre cajas de banana. Una bella fotógrafa que se trepa en una parada de autobús para captar la mejor toma. Un grupo de viajeros urbanos con cierto aire nostálgico que esperan la llegada del trolebús. Un matrimonio que posa en plena Grand Place inmortalizando, al menos en la imagen, su unión.
También detengo mi mirada en objetos. Un extraño jeep militar viejo, seguramente utilizado por última vez en la Segunda Guerra Mundial. Una estación de servicio antigua perdida en algún pequeño pueblo. Una bolsa de panes enormes con un letrero: “productos turcos, griegos, italianos, marroquíes”. La señalización de carretera en medio del bosque. Unas maniquís atrapadas tras las rejas de una vitrina que nos recuerda por qué Juan Manuel Serrat cuenta la historia de un buen hombre que se enamoró hasta la locura de una de ellas.
De tantas imágenes, quizás las que más me convocan son un graffiti en Lovaina la Nueva que se pronuncia: “Subcomandante, LLN va contigo. Viva el EZLN!”, y aquella en la que una pareja de adultos mayores pasean su pequeño perro; dan la espalda al fotógrafo, caminan de la mano, hacia el infinito que se hace más borroso diluyéndose en el fondo del camino.
Volver a recorrer las imágenes de Bélgica me recuerda a Rufino Tamayo: “hay que mirar, explorar, descubrir… y volver a mirar”