Diario de un motociclista

Toda vida es apasionante.  Y lo es más si se trata de alguien que ha marcado la historia de la humanidad.  Al ver Diario de un motociclista, son muchas las ideas que se nos pasan por la mente.  Impresiona la personalidad del Che, sus decisiones, su camino, su vida, tanto más cuando uno conoce el final del relato.  Pero a la vez la película deja cierto sinsabor y múltiples preguntas de ese personaje tan fundamental.

El filme presenta dos arquetipos tremendamente exagerados: el joven médico cordobés que busca una carrera profesional y que para ello está dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario, y el Che, que más bien está en un aprendizaje constante con la sensibilidad social a flor de piel.  Los dos personajes casi caricaturescos, tantas veces representados en cientos de historias, viven sus aventuras en la América Latina de ayer y de hoy, que grosso modo es más o menos la misma.

El corte en ese momento de la juventud del Che, nos deja la pregunta sobre las posibilidades de evolución de aquél estudiante de medicina.  Claro está que tenía un abanico de opciones hacia donde podía dirigir su vida.  El Che hubiera podido ser un gran médico y contribuir desde la ciencia a la cura de la lepra, o podría haberse quedado a vivir en la comunidad campesina luchando desde sus instrumentos científicos por la vida de los cientos de personas que requerían de un buen médico a la mano y que no busque realizar su carrera en un importante hospital urbano.  ¿Por qué el Che opta por el camino revolucionario? ¿Por qué deja la medicina y se convierte en un guerrillero?  ¿Cuáles las razones profundas que lo motivan?  Las respuestas pueden ser múltiples, y seguramente nadie puede responderlas con certeza.  Sin embargo es claro que en él se conjugan al menos tres matrices culturales: la medicina que pretende usar la ciencia para curar cuerpos; el discurso social y político que en la época será el marxismo; la ambición personal, muy legítima por cierto, de ser un protagonista en la historia y la consecuente urgencia por hacer algo para cambiar las cosas.  Pero volvamos a la película.

En ciertos pasajes, se muestra el purismo en el Che y la capacidad de transacción de su joven amigo.  A ratos, da la impresión que el Che tuviera la vida escrita por adelantado, y que sólo debe cumplir con el libreto que se le habría asignado.  Pero la vida -ninguna vida- es así.  Mirar la sucesión de acontecimientos de nuestra trayectoria como linealidad predeterminada no hace más que ocultar las verdaderas contradicciones de la condición humana.  Bien diría Marguerite Yourcenar que no somos una flecha lanzada directamente hacia un objetivo claramente definido desde el inicio de nuestro camino.  Por eso una parte del Che está contaminada de su amigo, y parte del amigo está presente en el Che.  Uno es uno mismo y el otro a la vez.

Y lo más apasionante del Che, o de tantas personas que marcan el ritmo de la historia, no son sus certezas sino sus dudas; no son sus momentos de claridad, sino sus contradicciones; no son sus aciertos, sino sus errores.  Si el Che tiene un valor, no es por su capacidad redentora y relativamente fácil de cumplir con una agenda, sino por su camino repleto de tensiones y ansiedades.  El Diario de un motociclista debe ser leído, creo, poniendo la atención sobre todo en los silencios, en lo no dicho, sólo así estaremos asistiendo a la apasionante vida de un gran personaje, y no a un redentor aburrido y predestinado.

Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.

Praga tres décadas después de 1968

Conocí Praga a través de la mirada de Josef Koudelka.  Aquel pequeño libro que titulaba simplemente así: Prague, 1968, de las ediciones del Centre National de la Photographie en París, me introdujo a la magnífica ciudad en un momento particularmente intenso relatado por el lente de un gran maestro de la imagen.  En él vi los rostros de jóvenes que indignados desafiaban a los tanques; activistas que repartían periódicos militantes; mujeres atemorizadas o llorosas tomando una bandera o lamentándose por la ciudad; la Plaza Wenceslav tomada por vehículos militares inundados de gente alrededor, al fondo constantemente el Museo Nacional mirando la historia pasar; pancartas caseras coladas en cualquier pared; un crucifijo que acompaña a los dolientes; algún afiche que muestra a Lenin llorando por lo sucedido; soldados atolondrados entre la agresión y la confusión; autobuses quemados y tanques victoriosos; un reloj que recuerda el aquí y el ahora; algún cadáver rodeado de sangre. 

Cómo no detenerse en la imagen de aquel hombre mayor que en primer plano mira hacia el fotógrafo con ojos nostálgicos y que en sus espaldas tiene un edificio completamente destrozado, con las marcas de los cañonazos, del fuego y los balazos incrustados en el viejo inmueble.  Cómo dejar pasar la toma donde un transeúnte adulto, con maletín de trabajo y vestido para ir a una oficina, descarga su rabia lanzando un ladrillo a un tanque estacionado. Cómo no conmoverse con el gesto de aquel joven que elevado por encima de la gente, le grita al soldado cara a cara; casi se escuchan sus argumentos,  sus demandas, su indignación.  

En 1998, por esos azarosos guiños de la vida, me tocó ir a Praga, 30 años después de lo sucedido.  Tomé mi libro de Koudelka y mi cámara fotográfica.  Una sola idea recorría mi mente y mi lente: ¿Cómo estará la bella ciudad luego de estas tres décadas? ¿Qué quedará del intenso pasado? ¿Podrá la cultura de consumo aplanar tanta historia?

En las cuatro jornadas que estuve ahí, alojado en un hotel barato incrustado en medio de un edificio de departamentos populares, construcción notablemente heredera del período socialista que ahora servía para recibir turistas, pude ver y sentir muchas cosas.  La Guardia del Castillo que apacible desfila mostrando solemnidad y orden; varios graffiti que dicen “bad religion” o “urban guerrilla pub”; algún poste que cuelga con igual soltura una publicidad de “Mc Donald’s Restaurance” y una indicación urbana local: “Václavské Námestí, Ciudad Nueva, Praga 1”; un puesto de revistas que exhibe las atractivas conejitas de Play Boy; algún turista que toma una foto al que toma alcohol; un banco de la Plaza Wenceslav que otrora estuviera repleto de tanques y gente, hoy es compartido por dos señoras de la tercera edad –que sin duda vivieron aquel 1968- y un joven marginal; otro banco de la misma histórica plaza donde una madre comparte con su hijo un refresco comprado en Mc Donald’s, al fondo los observa el Museo Nacional; un trabajador que cambia una publicidad callejera; un par de muchachas que promueven el Table Dance Atlas en la zona turística, el primero en Praga; un crucifijo que hipnotiza a los turistas; una tienda de cambio que levanta la bandera del Che –al revés- celosamente custodiada por la mirada de Jim Morison unos centímetros atrás; tres lectores subterráneos viajando en el metro. 

Pero de tanto visto, como no fijar la atención en una bella que pasa –como decía Baudelaire- de blanco y botas negras que perturba nuestra mirada y la dirige en una sola dirección.   Cómo no oír lo que seis músicos pueden hacer sobre el Puente de Carlos; cierto: hay fotos que no se ven, se escuchan.  Cómo no entrar en la escena donde una marioneta deslumbra a una niña que se queda cautivada ante sus peripecias, más allá de los apuros de sus padres. 

Mi Praga, no fue la de Koudelka.  Pero su magia, en la invasión rusa de los sesenta o en la del mercado de los noventa, está fuera de duda.   Como fuera, Praga deslumbra, seduce, encanta.

Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).

Uyuni

Uno de los desafíos más complejos para el fotógrafo es enfrentarse a paisajes naturales maravillosos.  Frente a ellos, parece que no hay nada más qué decir.  Todo está en su lugar, cada objeto dialoga con el otro, los colores son precisamente los que deben ser, las formas guardan perfecta armonía.  No es casual que Silvio se pregunte cómo cambiarle el color a una ola, o qué objetar a una noche estrellada. 

El Salar de Uyuni, ubicado en el departamento de Potosí, es un lugar simplemente impresionante.  Son 12.000 km2 de sal a 3650 metros de altura.  Aunque el mar esté lejos, el azul del cielo es intenso, sin nubes, y se encuentra en el horizonte con la planicie de blanca de sal.  Kilómetros más, kilómetros menos, manejando sobre la capa de sal guiados sólo por la posición del sol y el saber acumulado del conductor local, llegamos a Laguna Verde, que añade un color más al ya magnífico paisaje.  Luego a Laguna Colorada que acoge a elegantes flamencos anaranjados.  Entre tanto pasamos por un volcán, un geiser, por las llamadas “Rocas de Salvador Dalí” que recuerdan los colores y las formas del pintor español. 

La inmensidad asusta.  El tiempo se detiene, y nos muestra lo que hizo, ayudado por el viento, con unas piedras que osaron ponerse al frente. 

Y entre tanto, el toque humano.  Unos soldados custodiando la frontera que posan frente al fotógrafo.  Un amigo oculto en el pasamontañas y los guantes.  Una mujer en algún pueblo cercano en sus labores cotidianas.  Un par de turistas que se desnudan en plena sal y se toman una foto –antes de la moda de Spencer Tunick-.   Y para el visitante foráneo, entre la nieve y el cielo, el “comedor tours”.

No muy lejos, a unas horas en coche, el cementerio de trenes.  Conjunto de hierros y maquinarias oxidadas, que contrastan con el azul melancólico del fondo.  Una locomotora vieja que dice: “Así es la vida”.

Un viaje al Salar de Uyuni no es para el turismo.  Es un paseo por dentro, es volver a ser parte de la naturaleza y vivir una extraña sensación de que la barrera entre lo interior y lo exterior se desvanece.  Uyuni aguarda, contempla, y ve pasar a quienes tienen a bien visitarlo.

Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).

La música del subsuelo

La vida subterránea es un tema aparte. Ahí pasa todo, desde un ciego que casi es atropellado por el tren y se salva gracias a su lazarillo –lo que se convierte en noticia mundial– hasta la cotidianidad de un tránsito al trabajo. En el metro sucede lo extraordinario y lo banal a la vez. Todos lo toman y llega a todo lado. Su vida interna, su paisaje, su ruido, su gente, sus mensajes, hacen de ese espacio un universo aparte que, a menudo, no se encuentra con el universo exterior.

Algo que llama la atención en el metro neoyorquino es la música, que es un reflejo de la diversidad de esta sociedad. Es fácil encontrarse tanto con un trío norteño mexicano, como con un hippie cantando Bob Dylan, y en medio las melodías africanas, indias, árabes etc. Ese sector también tiene sus reglas. Están quienes toman la vía libre con nada más que su guitarra en mano lidiando con policías y seguridad. Pero hay quienes van por el camino formal, son evaluados por un exigente jurado que decide si pasarán o no al escenario. Se les asigna un lugar y hora, se les da un apoyo mínimo y se les permite tocar sin ningún impedimento. En la música del metro, se puede apreciar el rostro meritocrático de la sociedad norteamericana.

Amor público

En el tránsito cotidiano de mi casa al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, paso regularmente por extensos jardines con pastos y árboles, muy cerca del metro.  Aunque no ande de curioso, a menudo me es difícil evitar ser partícipe de los magníficos encuentros amorosos de decenas de parejas echadas en los jardines.  Como si estuvieran solos en una habitación, los enamorados se enredan sin dejar el menor espacio entre ambos.  Una chamarra, un pañuelo, un cuaderno, un paliacate, todo sirve para cubrir -si es necesario- algunas partes del cuerpo privilegiadas en el contacto.

La explicación sociológica es obvia: son estudiantes jóvenes con el deseo acelerado; cada uno de ellos normalmente vive al menos a una hora de distancia de la UNAM, por lo que su único lugar de encuentro es en la Universidad; no existen alrededor moteles o espacios de intimidad que permitan satisfacer sus necesidades sexuales en privado; etc.  Pero hay más, claro, mucho más.

Por un lado, pienso en la eficacia de la satisfacción limitada del deseo.  Como por lo pronto en el pasto no se llega al contacto genital y al orgasmo, se trata de un  momento de intensificación del deseo controlando que no se desborde; es un acelerar sin llegar a la meta, lo que promete una continuidad, un segundo encuentro donde tal vez se llegue a lo mismo, hasta que finalmente, en alguna circunstancia, se culmine con el acto sexual.  Ese formato de sexualidad, propia del enamoramiento callejero es todo lo contrario al sexo en la pareja consolidada, donde la sorpresa no es el principal componente y casi todo es relativamente previsible.  El sexo travieso, anárquico, impredecible, arriesgado y atrevido está reservado para los amores iniciales que tienen muchos obstáculos operativos que superar.

Pero por otro lado, no deja de ser cierto lo que Georges Brassens canta en “Los amorosos que se besan en los bancos públicos”.  Es ahí, nos dice Brassens, donde se habla del futuro, del color de las paredes de su cuarto, se pone nombre a los hijos que vendrán.  Es un momento para la fantasía, para dejar que el amor sea el arquitecto del proyecto de pareja.

Los años harán lo suyo, y si las parejas que ahora se revuelcan en los pastos se convierten más tarde en matrimonios estables, dormirán y despertarán juntos –con pijamas-, no volverán a echarse en un lugar público para sentir el cuerpo del otro, y tendrán que ocuparse de la vida cotidiana, la suya y la de los hijos.  Es decir, diría el sociólogo italiano Francesco Alberoni, dejarán de estar enamorados y conocerán el amor.

Más allá del avenir que les espera, los amorosos públicos de la UNAM no dejan de atrapar mi mirada, y acaso mi nostalgia.

Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.