En el tránsito cotidiano de mi casa al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, paso regularmente por extensos jardines con pastos y árboles, muy cerca del metro. Aunque no ande de curioso, a menudo me es difícil evitar ser partícipe de los magníficos encuentros amorosos de decenas de parejas echadas en los jardines. Como si estuvieran solos en una habitación, los enamorados se enredan sin dejar el menor espacio entre ambos. Una chamarra, un pañuelo, un cuaderno, un paliacate, todo sirve para cubrir -si es necesario- algunas partes del cuerpo privilegiadas en el contacto.
La explicación sociológica es obvia: son estudiantes jóvenes con el deseo acelerado; cada uno de ellos normalmente vive al menos a una hora de distancia de la UNAM, por lo que su único lugar de encuentro es en la Universidad; no existen alrededor moteles o espacios de intimidad que permitan satisfacer sus necesidades sexuales en privado; etc. Pero hay más, claro, mucho más.
Por un lado, pienso en la eficacia de la satisfacción limitada del deseo. Como por lo pronto en el pasto no se llega al contacto genital y al orgasmo, se trata de un momento de intensificación del deseo controlando que no se desborde; es un acelerar sin llegar a la meta, lo que promete una continuidad, un segundo encuentro donde tal vez se llegue a lo mismo, hasta que finalmente, en alguna circunstancia, se culmine con el acto sexual. Ese formato de sexualidad, propia del enamoramiento callejero es todo lo contrario al sexo en la pareja consolidada, donde la sorpresa no es el principal componente y casi todo es relativamente previsible. El sexo travieso, anárquico, impredecible, arriesgado y atrevido está reservado para los amores iniciales que tienen muchos obstáculos operativos que superar.
Pero por otro lado, no deja de ser cierto lo que Georges Brassens canta en “Los amorosos que se besan en los bancos públicos”. Es ahí, nos dice Brassens, donde se habla del futuro, del color de las paredes de su cuarto, se pone nombre a los hijos que vendrán. Es un momento para la fantasía, para dejar que el amor sea el arquitecto del proyecto de pareja.
Los años harán lo suyo, y si las parejas que ahora se revuelcan en los pastos se convierten más tarde en matrimonios estables, dormirán y despertarán juntos –con pijamas-, no volverán a echarse en un lugar público para sentir el cuerpo del otro, y tendrán que ocuparse de la vida cotidiana, la suya y la de los hijos. Es decir, diría el sociólogo italiano Francesco Alberoni, dejarán de estar enamorados y conocerán el amor.
Más allá del avenir que les espera, los amorosos públicos de la UNAM no dejan de atrapar mi mirada, y acaso mi nostalgia.
Publicado originalmente en «Sueño Ligero. Memoria de la vida cotidiana», 2011.